Tierra de palabras

Si los ojos hablaran...

Más que un mendigo parecía la escultura de un poeta enamorado, absorto y solitario; un ser que acepta su sino

Serpenteando al frescor de la noche madrileña, sin rumbo por las calles de uno de sus barrios, después de una deliciosa cena vegana en un pequeño establecimiento, desembocando por una gran avenida cerca de la confortable habitación de hotel que me esperaba después del largo viaje, topé con una realidad desconocida en mi pueblo.

Mi paso lento, recreado, me hizo advertir su presencia, su mirada perdida proyectada desde el suelo. Mostrando a todo el que pasara y lo viese el ritual de la conciliación del sueño. Su habitación: el recibidor exterior de una sucursal de banco (menuda incongruencia) Sus pertenencias: a simple vista, menos de las que yo traía en mi equipaje para un viaje de apenas cinco días.

Una emoción interior revolvió mis vísceras dejándome invadir por una impotencia que paralizó todo impulso, aunque mis pasos me siguiesen llevando por inercia hacia adelante. Un hombre elegantemente vestido que nada me pedía cruzó su mirada con la mía. Me recordó a mi padre: un galán de los de entonces. Me recordó en las maneras porque en el físico me pareció ver allí tumbado la figura madura del poeta Juan Ramón Jiménez. No había cartones de vino barato ni suciedades. Todo estaba en orden. También podría habérmelo encontrado en el Café Gijón tomando notas sin desentonar para nada con el aura bohemia de aquella sinigual estancia. Chaqueta de hilo azulona, vaqueros claros a juego, camisa celeste bien abrochada, dejando asomar un vello canoso del mismo tono que su barba. Descalzo. Recostado entre cartones y mantas que hacían de colchón, con el brazo echado atrás, apoyando su cabeza en la palma izquierda de su mano. Sereno, nada esquivo. Más que un mendigo parecía la escultura de un poeta enamorado, absorto y solitario; un ser que acepta su sino sin alterar un ápice el equilibrio de su entorno. Me miró y me dedicó una sonrisa; yo, con cierta vergüenza le sonreí y aparté mi mirada. Iba caminando tan despacio que me dio tiempo a mirarle de nuevo sobre mi hombro izquierdo, pero él ya había vuelto a sus cosas, así que yo intenté volver a las mías. Seguro que no se hizo ninguna pregunta de hacia dónde me llevaban mis pasos; por el contrario, yo no dejé de preguntarme qué habría podido ser lo que le había parado los suyos.

Por la mañana, no sé con qué intención, volví y no estaba. Después de tantos días no he olvidado la pureza de sus ojos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios