Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Tarde de toros
El mundo de ayer
En cada libro habita un fantasma. Siempre, al comenzar una historia, nos vamos desembarazando de los ritmos adquiridos por la lectura previa, experimentamos el abandono de lo viejo y la adopción de lo desconocido y nuevo. Este proceso, que ocurre siempre, se despliega a veces de modos más conscientes o deliberados, y uno va entonces sintiendo alterársele el pulso y la respiración, la música silenciosa con que vamos enhebrando las palabras escritas para hacernos otro.
Ocurre con frecuencia cuando uno es joven, muy joven, y pretende ser escritor, sólo escritor, y ejecuta con torpeza sus primeros cuentos, tomando prestada la voz del que acaba de hablarle. Si lee a Borges, escribe como Borges. Si lee a Cortázar, escribe como Cortázar. Esto se ha visto muchas veces, no voy a insistir. A mí, que a estas alturas ya tendría que haber encontrado las sólidas esquinas de un territorio propio, aún me pasa. Vengo de haberme leído La ocasión, de Juan José Saer, lleno de frases largas que se demoran en infinitos detalles, en obsesivas observaciones, poblado de cielos grises y de veredas blancas y de horizontes verdosos. Los libros no sólo nos trasladan a otro mundo; nos convierten en ese mundo.
El centro de La ocasión es la duda. Un mentalista de orígenes brumosos huye de Europa al centro de Argentina. Allí conoce a una joven con la que entabla una relación, y a un médico del que sospecha, tras un dudoso encuentro, que aprovecha sus ausencias para frecuentarla. Es esta duda lo que se narra, todas sus derivas y retorcimientos. Lo demás son ropajes con cuyos pliegues se adorna y se oculta a medias esa oscura semilla.
Durante todo el libro Bianco, el mentalista, convive al dudar con los cientos de pasados y futuros posibles que podrían disolver, como la llave que abre una caja que no queremos del todo abrir, sus crecientes delirios. Es una situación desesperante. La duda supera a la certeza, nos decimos, es mejor asumirla y buscarla, nos decimos, hasta que caemos en la duda. Entonces comprendemos que lo que menos soportamos es no comprender.
Todos acumulamos el peso de nuestras incertidumbres. Y nos encantaría, tal vez no a todos, que antes de irnos, ante nosotros, se presentaran todos los que una vez contribuyeron a ellas, nos contaran lo que pasó, se deshicieran de sus máscaras y sus hábitos y nos sonrieran, como hacen los actores que, dejando atrás los rostros y las voces de los personajes que encarnaron, saludan y se inclinan y sonríen cuando las luces vuelven y la obra acaba. Que hablaran como las tibias entrañas a los arúspices. Porque en cada boca habita un fantasma, esperando habitarnos.
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