En mayo de 1944 vio la luz el primer número de Espadaña, una revista de poesía fundada por Eugenio G. de Nora y Victoriano Crémer que se convirtió en cauce de expresión de textos desarraigados en años de penurias. Fue la antítesis de Escorial, otra cabecera nacida en 1940 gracias al empuje de Ramón Serrano Súñer y que acabó convirtiéndose en proyecto de propaganda al servicio del nuevo estado. Frente a las altivas torres escurialenses, las espadañas simbolizaron la humildad de construcciones mucho más sobrias desde donde también doblaban las campanas.

Algeciras ha sido una ciudad de escasas torres y abundantes espadañas. Frente a la única elevación señera de la atalaya de la Palma, en el perfil de la urbe recordada se recortaban los vibrantes campaniles del cenobio mercedario, de la capilla de Europa, de la Caridad, de San Isidro y el del viejo asilo, mirador de circulares nortes de calvarios y ganados. Cinco espadañas sonoras abiertas a los cuatro vientos, que expandían tañidos de tiempo y mensajes de bronce. Altivas y blancas, verticales y resonantes, soportes de nidos y emisoras incansables. El campanario del viejo convento de la Merced se asomaba transversal a la calle que dio nombre y encuadraba un reducido compás entre portadas barrocas y dieciochescas molduras semejantes al cercano de la Almoraima con quien compartió estética e historia antes de que la piqueta lo derribara dejando solo recuerdos en sepia. La espadaña de la Capilla, alba y recientemente enfoscada, se abre a la plaza Alta entre intimidantes alturas y volúmenes sin medida, despropósitos evidentes de irrespetuosos tiempos que la han rodeado de paramentos y muros. La de la Caridad luce recién hecha, de un blanco radiante sobre rescatados sillares que han devuelto a la fachada prestancias que habíamos olvidado de no verlas. La de San Isidro sigue alzándose sola, mimada y tímida en la cota más alta de la ciudad, mirando a levante mientras cobija devociones calladas, susurros reflexivos y miradas cautivas. Muy cerca se alza aún, perpendicular y recatada, la espadaña del asilo; aún se asoma sobre abandonados muros y decrépitas fachadas; aún remata lineales tejados que apenas son capaces de sostener su peso. Fue reformada en tiempos en que el edificio refulgía entre respetados silencios y abnegados hábitos. Hoy se alza con la vertical prestancia de los supervivientes entre marejadas de olvidos, desidias y naufragios. En su hueco central aún cuelga una campana muda sobre unas techumbres incapaces de seguir sosteniéndose, sobre una fachada que muestra sin pudor unas piedras desvestidas por el tiempo, recubiertas de vacío y liquen. Los ábregos y las borrascas han derribado la cruz que la coronaba como visual metáfora de la desposesión más absoluta. Si no se toman pronto medidas, la ciudad perderá otra de sus espadañas ahora muda, sin tañidos, con una desarraigada y moribunda campana.

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