Para Iván y su mujer fueron seis los días de angustia y desgarro, agarrados a la exigua esperanza de que, tal vez, la situación se revirtiese. Su pequeña Vera se apagaba con tan solo cuatro años. El diagnóstico no es bueno. El golpe ha sido muy fuerte, rozando la mortalidad casi instantánea. No hay nada que hacer.

Vera se aferra a la vida. ¿Cómo no hacerlo? Cuatro años… Tanto que aprender, tantos aciertos y errores por cometer, tanta alegría y sufrimiento por sentir. Jugar con sus amigos en el patio, abrir los regalos de los Reyes, el primer "amor", la ruptura cinco días después, el primer beso robado, la siempre difícil adolescencia…

Es algo sobrenatural el instinto de supervivencia del ser humano. Es innato, inconsciente incluso. Siguiendo la ley que rige nuestra existencia, lo habréis comprobado. Una persona abocada inexorablemente a la muerte puede pasarse semanas, meses, postrada en una cama resignándose a exhalar su último aliento. "Pobrecito, parece que no quiera morirse". "No, señora, no quiere morirse".

El lunes Vera dejaba de iluminarnos víctima del infortunio. Un mal anclaje del castillo hinchable en el que brincaba llena de felicidad, quizá. Una imprevisible acción de la naturaleza en forma de ráfaga, puede. Las dos cosas juntas, tal vez. Poco importa ya.

En estos momentos no puedo evitar recordar una de las declaraciones de amor más hermosas que haya escrito un padre a una hija. José Agustín Goytisolo. A Julia. "La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor". Tampoco luchar contra las lágrimas al ver el vídeo que Iván, papá de Vera, ha publicado esta semana en sus redes sociales. Es desolador ver a una criatura llena de inocencia y alegría y saber que no conocerá lo mejor y lo peor de la vida.

No hay justicia procesal ni divina que consuele a esos padres. Que me perdonen los creyentes. Los de todas las religiones. Siento por ellos un respeto mayúsculo. Admiración, incluso. Tal vez sea más sencillo vivir en la creencia. No lo sé. O tal vez esté escribiendo una gilipollez, no lo descarto. De lo único que estoy seguro es que la muerte de Vera es uno de esos momentos en los que pataleas, maldices, blasfemias y te llenas de rabia. Porque no hay manera de explicarla.

Y, sin embargo, entre tanta desgracia y oscuridad emerge a la luz una demostración de la grandiosidad de nuestra especie, de la bondad tan necesaria para la existencia. Vera sigue aquí. En nuestro recuerdo y en los cuerpos de cinco niños. Iván y su mujer, sus papás, aun sumidos en un dolor desgarrador, han decidido donar los órganos de su pequeña a estas cinco criaturas que sí se enamorarán, acertarán y errarán. Vivirán.

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