Hace años que viajar en el metro de Madrid dejó de ser interesante. Recuerdo cómo hace más de una década, cuando llegué a la capital barbilampiño y granujiento, el bono transporte de la Comunidad no solo permitía desplazarse entre los puntos cardinales que la dibujan, sino la posibilidad de vivir una experiencia de laboratorio social. Inventaba entonces artimañas para alcahuetear a mis compañeros de vagón sin ser descubierto.

Hallé un método infalible con el que me sentía protegido: ponerme los auriculares sin activar la música. Así me adentraba en los chismorreos de los viajeros y descubría las taras de la sociedad madrileña. Si mi mirada periodística (la expresión que utilizo para adornar con pretenciosidad mi tendencia a la cotillería) se cruzaba con la de alguna de mis víctimas, apartaba rápidamente mis ojos, meneaba la cabeza, sacaba un poco los morros y hacía como si estuviera embebido en una música que no sonaba. Hoy continúo haciéndolo de vez en cuando, pero no veo más que a autómatas de fisio inminente por la tortícolis que le creará la mala postura que adquiere su cuello para mirar el móvil.

Una noche, cuando acabó el cierre del periódico, utilicé mi técnica para observar a un joven que llamó mi atención. No llegaría a los 20 años, era rubio y guapo, y tenía cortado el pelo como los shavale: rasuraditos los lados en forma de media luna y larguito y ondulado el cabello por la parte de arriba y la central del occipital. Portaba en la mano un ramo de flores heterogéneas, no un móvil, y le asomaba la culpa por la gota de sudor que le caía por la sien. El pipiolín debía haberla cagado hasta el inframundo.

Bajó en la misma parada que yo, salió por la misma boca de metro que yo y emprendió el camino idéntico que cada día tomo para llegar a casa. Sus pasos eran apresurados, aceleré el ritmo para no perderlo de vista, la coincidencia de nuestros destinos ayudó a que no me sintiera un completo psicópata. Se detuvo un par de portales antes que el mío. Allí lo esperaba una joven con hechuras de querer montarla gorda. Pasé de largo, pero mi ‘mirada periodística’ me obligó a doblar la esquina y permanecer oculto. Encendí un cigarrillo y escuché como un espía soviético en el Berlín occidental. No recuerdo cuánto estuve allí, quince minutos, tal vez veinte, un par de pitis fumados con fruición, lo suficiente como para escuchar el sonido de la reconciliación.

Saqué el móvil. Cinco llamadas perdidas. Ocho mensajes. “¿Te falta mucho?”. “¿Hola?”. “Cógeme, joder”. “Tío, estoy preocupada, hace más de una hora que has salido del trabajo”. “¿Estás bien?”. “Toba, cógeme el teléfono, por favor”. “Tobaaaaa”. “Más te vale que te haya pasado algo”. Miré el reloj. La una de la madrugada. Las floristerías ya no estaban abiertas.

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