Pienso estos días en el tabaco, con “el plan de intenciones” que ha salido del Consejo Interterritorial y que servirá de base para aprobar alguna que otra iniciativa legislativa para que los chavales dejen de vapear y se prohíba fumar en las terrazas, esto último con el riesgo de que hasta Santiago Carrillo se levante de la tumba para montar una asonada. Pablo Lizcano le hizo una entrevista de 55 minutos en 1985 y creo que se fuma más cigarrillos que nacionales sospechosos cayeron en Paracuellos.

En mi caso, cuando Olimpia me recrimina el vicio le digo que aspiro a convertirme en un plumillas y que, como Josep Pla, fumo tabaco de liar para buscar el adjetivo. Ella, con razón, me dice: “Pues toma, adjetívame esto”, y me hace una peineta maravillosa. Pensar en el tabaco me remite a mi abuelo, que en un acto de rebeldía adolescente empezó a fumar con 90 años, a una edad en la que se te encharcan los pulmones aunque no llueva. Originó un terremoto en la familia. Mi madre y mi tía lo abroncaban como a un cachorro que se caga en la alfombra. Yo lo admiraba porque veía que cuando las dos se le acercaban como hienas él se llevaba la mano a la oreja, se apagaba el sonotone y las ponía en mute.

Fue mi abuelo sanísimo toda la vida por mandato del infortunio. Con veintipocos le amputaron una pierna. Tullido conoció a mi abuela y habitaron el hogar con seis criaturas. Todos los días se colocaba su boina, cogía sus muletas y se hacía enteras Iulia Traducta, Al-Yazirat Al-Jadra y Algeciras. Verlo era un acontecimiento. Desde que comenzó a fumar, me convertí en su cómplice. Le ayudaba a burlar ese momento en el que se envejece y los hijos comienzan a prohibir a los padres. Trataba de hacerle sentir que su autoridad y autonomía permanecían intactas. Cuando tuvo que resignarse a desplazarse en silla de ruedas, me lo llevaba a las terrazas y fumábamos y fumábamos mientras comenzábamos a conocernos como adultos. “¿Has traído?”, me preguntaba. “Sí, abuelo”. “¿Chester?”. “Claro, abuelo”, y se reía, y nos reíamos.

Tengo la foto en mi habitación. Ese selfie en la última terraza que compartimos. Mientras lo estaba tomando, a través de la pantalla del móvil me fije en que sostenía un cigarro entre los dedos. “Abuelo, tíralo que se la voy a mandar a mi madre”. “Pues que lo vea”. La foto está recortada. Por si fuera poco ser cojo, lo convertí también en manco, se la envié a mi madre y enmarqué, incorruptible, el recuerdo en mi cabeza. Ese día, cuando nos despedimos, me dijo: “Niño, gracias por los cigarritos. Nos vemos cuando vuelvas de Madrid”. Pero nunca más nos vimos. Desde que murió, no he vuelto a fumar Chester. Lo he retirado de mi mercado como se retiran los dorsales de las leyendas de un club.

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