Tierra de palabras

La fiesta de la vida

El arte de la comunicación con los árboles se hace fluida cuando comenzamos a sentirlos iguales a nosotros

De los veinticinco años que llevamos conviviendo nunca ha faltado a la cita. El encuentro siempre se dio, con una tenaz puntualidad, hermoso y blanco; siempre a la vanguardia de la primavera. Es el aviso anual de que en breve lo desnudo y aletargado se vestirá de fiesta. La calma de saber que tras el duro frío todo calor despierta florecido.

Este mi sabio compañero de viaje que me reafirma que la magia es real (ya que si pones atención a las señales detrás de ellas hay algo más que puede distinguirse, sentirse, descifrarse…) tiene esa innata capacidad de elevar la vibración con su presencia, de formar un campo de amor puro, de no ser necesario nada más para que a su lado también una florezca. Oxigena mi vida; sus frutos y su belleza ponen a mi alcance, sin contraindicaciones, naturales remedios medicinales. Gobierna la materia, el cuerpo físico, la prosperidad. Nos reunimos con un propósito sagrado que sobrevuela mundos invisibles en los que no son necesarias las palabras. Fue él el que me enseñó este nuevo lenguaje que nos comunica.

Ahora que los abrazos están tan restringidos, generoso, me sigue ofreciendo su contorno. Y una vez que abro los brazos y lo abarco, mi respiración comienza a calmarse y con delicadeza absorbe y volatiliza mis tensiones. No puedo más que bendecirle todos sus cuidados, su protección, su sombra.

El arte de la comunicación con los árboles se hace fluida cuando comenzamos a sentirlos iguales a nosotros, cuando somos capaces de cuidarlos como ellos lo hacen. Y yo, a este almendro que embellece el jardín de casa, lo siento parte mía. Su rugoso tronco me habla de su historia, que también a mí me pertenece; mis surcos hablan del paso de mi tiempo del que él forma parte, le concierne.

Este majestuoso árbol sabe del cielo y de la tierra. La blancura de sus flores perfila la pureza; la delicadeza de su aroma me acerca al perfume de su esencia; la fortaleza de sus raíces bien ancladas me conecta con la tierra. Cuando la tarde cae, en el crepúsculo, su copa parece como una luna llena descolgada del cielo en mi ventana.

Este apolíneo almendro es el espectáculo de cada año, el recordatorio de la fiesta de la vida, envolviendo el entorno de luz, de elegancia y de belleza. No le puedo estar más agradecida y considero una buena forma de reconocérselo celebrar con él el florecimiento, la plenitud y la existencia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios