Sale de casa cada día a las siete y media de la mañana. Su rutina es el andar somnoliento, el sol de enero que pospone el despertador, el perro que lo llama, la luz destellante del coche que achica sus pupilas en la oscuridad, la carga de la mochila en la espalda, el rocío invernal en las flores del camino. Pero su rutina también es el pecho oprimido, la arcada angustiosa, la desobediencia de su sistema nervioso: "No vas a dar, no des, un paso más".

Entra en clase con los músculos contraídos, se sienta en su pupitre. Robotizado y apesadumbrado, como el que realiza una labor tediosa, saca los libros del macuto y los introduce en el casillero. Vigila, alerta, posibles miradas y encaros. Gestos despectivos, dedos corazones empalmados, pérfidos cuchicheos. No hay nada. La hora del día lo protege. Es lo bueno del atontado madrugón adolescente: nadie tiene especial intención en reparar en nadie.

La primera clase termina a las nueve. La luz del sol, ya acicalado, despereza a las bestias. Son estas calculadoras y tremendamente precisas. Dominadoras del tiempo y del tempo, organizadas como manadas a la caza. La más cobarde vigila y comprueba si la profesora se ha detenido en el pasillo a parlotear con otra. Asiente al jefe.

Empequeñecido, observa el ritual de sus verdugos. Uno de ellos se acerca a él. No teme la colleja o el puñetazo. Es joven, pero ya sabe cuánto más duelen las palabras. Las risas se suceden en el aula cuando el líder de la manada le tira los libros al suelo y se queda mirándole desafiante, muy cerca de sus ojos, mientras le insta a reaccionar. "Si cuentas algo, te mato. A ti y después a la guarra de tu madre", le susurra al oído antes de que aparezca la profesora.

A las 11:00 suena la alarma del recreo. Inmóvil, se pregunta cuándo dejó él de participar en la algazara formada por sus compañeros que otean ya el descanso y el jolgorio lejos de ecuaciones y reglas gramaticales, cuándo comenzaron a deshojar las flores de su primavera, cuándo sus músculos, antes inquietos e hiperactivos, empezaron a contraerse y paralizarse, cuándo la vida decidió negarle una de sus etapas.

Vuelve a casa cada día a las dos y media con la mochila más cargada. Su rutina es el andar pesaroso, el perro que lo llama, la caricia del sol invernal, el campo que ya no llora. Cambia el semblante antes de abrir la puerta. Ella le espera con un beso escondido, una sonrisa orgullosa y la comida lista. Le pregunta qué tal el cole y él, mientras se sienta en la mesa, contesta que muy bien.

A la hora del asueto se marcha a su cuarto. Tumbado en la cama su cuerpo se destensa. Solo quedan el silencio y la soledad de quien no encuentra respuestas.

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