Resulta sorprendente que tengan que ocurrir episodios que conmocionan a la sociedad como los recientes ataques perpetrados en dos iglesias algecireñas para que la gente venga a caer en la cuenta de un fenómeno que lleva décadas desarrollándose delante de nuestras narices con la total aquiescencia de instituciones, medios de comunicación y población en general: la islamización de Europa.

La escritora judía Giselle Littman acuñó el término Eurabia (después popularizado por Oriana Fallaci) para referirse al cambio cultural que empezó a fraguarse en Europa a raíz de la crisis del petróleo de los años 70. Desde entonces y obligados por su dependencia energética, los europeos no han dejado de hacer concesiones al mundo árabe: manifiesta hostilidad ante Israel (y, de paso, EE. UU.), permisividad ante la inmigración ilegal musulmana, rechazo a la mención de nuestras raíces cristianas en la Constitución Europea, creencia de que es posible la compatibilidad entre Islam y democracia, negociaciones con Turquía para ingresar en la UE… A juicio de las dos autoras, gracias a las leyes imperantes y a la tolerancia democrática se está produciendo un expansionismo islámico en Europa que conducirá a la implantación, prácticamente irreversible, de un mundo distinto y opuesto a las tradiciones occidentales.

En estos momentos en que la comunidad se ve sacudida por la terrible realidad de un atentado, es cuando se ponen en evidencia las tensiones existentes entre los autóctonos frente a un colectivo que no solo no se adapta a los usos y costumbres del país que los acoge, sino que pretende imponer las suyos. Quizá resulte oportuno recordar ahora cuánto han ensalzado nuestros dirigentes las virtudes de Al-Ándalus o cuánto se añora el idílico pasado de turbantes y chilabas con el que fantaseaban los proceres de "la patria andaluza".

Basta un somero conocimiento de nuestra historia para saber que Andalucía (y el territorio de media España) serían, sin la Reconquista, una sucursal de las sociedades norteafricanas, estancadas en el pasado, dominadas por castas corruptas, sin atisbo de libertades, con la mujer denigrada y la gente subyugada por una religión que considera infieles a todo el que no la profesa. Difícilmente lograrán equiparar una cultura en que las creencias religiosas se circunscriben a la intimidad personal a aquella otra en que todas las facetas de la vida -política incluida- están dominadas por la religión. Mientras que en occidente proliferan mezquitas y minaretes, en los países islámicos los pocos que se atreven a declararse cristianos son inexorablemente perseguidos. Cómo no recordar el lamento de una vieja copla castellana: "Vinieron los sarracenos/ y nos molieron a palos; / que Dios apoya a los malos/ cuando son más que los buenos".

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