En uno de los muchos diarios digitales que se publican en Internet leo una pintoresca noticia. Hace referencia a la denuncia presentada por un novio contra la chica que sus amigos habían contratado para que “animara” su despedida de soltero. Al parecer, la joven, mientras realizaba toda una suerte de movimientos insinuantes en las cercanías del futuro cónyuge y, en lo que podría considerarse como un exceso de celo en el desempeño de su trabajo, le golpeó la cabeza con una de sus exuberantes glándulas mamarias que, como ya supondrán por ser preceptivo en tales celebraciones, la voluptuosa muchacha lucía completamente al aire. El golpe le provocó al sorprendido aspirante a marido un esguince cervical que le obligó a llevar durante la ceremonia de la boda y gran parte de la luna de miel (con el íntimo regocijo de su esposa) el clásico collarín.

Aceptando, que ya es aceptar, la veracidad de la noticia, uno no puede menos que deducir la existencia de alguna circunstancia capaz de transformar lo que de natural debiera ser un atractivo y placentero contacto con la ubre femenina en un impacto que repudiaría hasta el más entusiasta de los masoquistas. O bien la víctima presentaba labilidad cervical debida a la licuefacción que le provocaban las lascivas insinuaciones de la stripper o, lo que es más probable, el pecho aunque de apariencia normal, escondía una considerable solidez solamente explicable por un artificial relleno de silicona , un material que si bien contribuye notablemente a mejorar las prestaciones de las que se dedican al noble arte del striptease, puede convertirse, si se hace un uso inadecuado de él (como parece ser el caso), en un arma casi mortífera.

Cada vez son más las mujeres que se interesan por las cualidades de este trampantojo quirúrgico y aunque se puede entender que algunas de las señoras que pretenden triunfar en el salvaje mundo del show-business la utilicen como método para engrandecer sus talentos naturales (a menor talento… más silicona), resulta más difícil de comprender que alguien que no se gana la vida con su cuerpo, tome la decisión de cargar su anatomía con un peso extra con el único fin de atraer sobre sus recién inflados pechos las lujuriosas (o envidiosas) miradas del personal. En un tiempo en que se aspira a la igualdad de sexos parece contradictorio que sea tan importante, no ya el razonable cuidado del aspecto físico, sino la exageración –a veces, hasta extremos ridículos, incómodos e insanos– de los rasgos de la feminidad. Es tal el grado de mojigatería que una gran parte de las jovencitas –y no pocas maduritas– suspiran por tener un razonable parecido con las chicas de látex que acaparan las portadas y que han convertido sus descompensadas figuras en el canon de belleza ideal. Como decía una conocida y pechugona actriz que vigilaba las playas: “Si no tienes unas buenas tetas no eres nadie”. Tan sui generis aforismo cinematográfico puede que haya extendido su validez hasta la monótona vida cotidiana.

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