Vista parcial de la plaza Nuestra Señora de la Palma y del Mercado Ingeniero Torroja. Fotografía tomada en torno al año 1955.

Vista parcial de la plaza Nuestra Señora de la Palma y del Mercado Ingeniero Torroja. Fotografía tomada en torno al año 1955.

En 1873, Émile Zola publicó Le ventre de Paris, novela ambientada en el entonces recién construido mercado central de Les Halles, entre la bolsa de comercio, la iglesia de san Eustaquio y la rue Berger.

Algeciras tiene también su metafórico vientre, aunque no haya servido de inspiración de muchos relatos. De niño acompañaba a mi madre, que acudía diariamente con su capazo de palma y una larga lista de cuidada caligrafía. Íbamos acompañados de Angelillo, el mozo que empujaba un carro metálico utilizado en clandestinas correrías infantiles por unas calles que entonces no eran un barrio, pero sí tenían mucha vida. Al embocar el callejón de la Mosca, a la altura de la tienda de Mateo y donde Pepi y Mari Butrón daban clases de francés, se escuchaba el bullicio. Pasado el Gobierno se veía la blanca cúpula de Torroja coronada de cristales y pavanas, mientras los puestos de fuera cubrían con lonas claras una mercancía que relucía bajo marinos lienzos translúcidos. Los zocos de Ortega, Bulo y Juanete llevaban abiertos desde la madrugada y los bares de Bohórquez, Rogelio, Pelayo o la Rosaleda servían desayunos a quienes cada día veían amanecer trabajando. Desde la tienda de Antonio Oriente a la de Bermejo había que esquivar a una hacendosa muchedumbre con pantalones de pana, monos azul mahón, delantales blancos, faldas de lana, eternos lutos y ruidosos impermeables que se dirigían en busca de las recovas de los hermanos Cardera, de los Vilches o Antonio el Chato, frente a jaulas con gallinas vivas dispuestas a rápidos sacrificios, o la de Paquita Cazorla, que tenía también carne combí y chocolate de Gibraltar que ofrecía generosa a ilusionadas manos. Llamaban la atención las piezas de carne del puesto de los Limpios, de Paulete, de los Chato Huertas o de Antonio, el de los Chivos; el pescado reluciente de Luisa o Curro y Amalia; las orzas de manteca de lo de Benítez; las frutas y verduras que exponía Rosa, la hija de Gertrudis o se ofrecía en los mostradores de los Pozo: Nicolás, Pepe, Julián, Ponchi y María; la alta estructura metálica donde Lola vendía aceite a granel; los repletos cestos de caña de Francisco, el de los Huevos; los sombreros puestos en fila de Antonio; la corbata impecable de Rodera y su papel de envolver con el escudo de Madrid a dos colores; las flores del puesto de Paco y Lina agrupadas en cubos de cinc alrededor de la caseta del guarda, donde la campana de retreta quedó muda; las puertas repintadas del administrador y del veterinario o los cafés de Marcelino que el Yoyo y Pepe servían entre reclamos.

A partir de 2023, el mercado pretende tener una marca propia: Abastos 1819. Sirvan estas líneas de homenaje a tantos que dieron sentido al vientre de nuestra ciudad en años de largas digestiones.

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