En los lejanos años de la infancia, la Villa Vieja era como una acrópolis colonial. Se alzaba al sur, sobre suaves escarpes, al otro lado de la frontera natural que entonces era el río. Con el frío sol de invierno se recortaba bajo el lugar donde el cielo concentraba la claridad de recreados mediodías. A espaldas de los cúbicos volúmenes del hotel Anglo y del Término, detrás de azoteas que parecían altas, donde las blancas sábanas luchaban contra ponientes y levantes alternos, se asomaban torres y miradores, tan foráneos como las copas de unas araucarias plantadas por manos extranjeras.

Era una ciudad apartada de la ciudad a la que se llegaba cruzando unos puentes y un cauce que tenían los días contados. Una ciudad formada a su vez por microciudades bien distintas: humildes patios de vecinos convivían con soberbias casonas; las tejas árabes con las británicas; las cortinas de loneta con las persianas mallorquinas; las macetas de geranios con los dragos y las ceibas. Tras amplios portales y largos muros desbordados por jazmines y celestinos se atisbaban torreones con molduras levantados por la alta burguesía yanita que a principios del siglo pasado vio en la amplia meseta que coronaba la elevación el lugar idóneo para edificar ostentosas mansiones a media hora en barco de Gibraltar. Al amparo de Villa Smith y del Cristina llegó la modernidad a Algeciras de la mano de apellidos sajones que trajeron a estos lares tuberías de agua, hoteles de lujo y vías de tren que aún hoy sobreviven a los estragos de un tiempo no siempre bien gestionado. La parcelación del lugar hizo que se alzaran sinuosas balaustradas y piramidales chapiteles sobre macizos de clivias y hortensias. Los Ruggeroni y los Gaggero compitieron en edificar altos muros y amplias puertas tras las que se negociaba y bailaba en holgados tiempos de oportunidades y conferencias. Junto a ellas, apellidos autóctonos vivían apiñados en recogidas habitaciones de patios comunitarios donde la propiedad privada se resumía a un alquilado techo, un apisonado suelo, algunas latas con claveles y escasos enseres comprados a dita. El más renombrado era el del Coral, construido tras la principal entrada al enclave medieval tras una puerta en recodo y sillares de arenisca de otros siglos. Desde una reforma que lo dotó de un impostado arco, en los últimos cincuenta años ha sufrido las consecuencias de la desidia y del paso de un tiempo que ha engullido torres, patios y miradores. Se habla de un proyecto regenerador del viejo patio del Coral que contempla la creación de nuevas plazas y viviendas que pueden devolver la vida a un rincón agonizante de aquella vieja acrópolis colonial y antitética, ahora sin río, sin persianas mallorquinas, sin tejas. Solo las copas de las araucarias se recortan al sur, en los fríos mediodías de invierno.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios