Los Viernes Santos de la infancia resonaba el silencio de los lutos sagrados, que eran más solemnes, breves y oficiales que los de andar por casa. Los escasos televisores enmudecían. Cuidadosas manos cambiaban los paños de ganchillo de sus tapas por tejidos tupidos que cubrían sus pantallas, ciegas aquellos días de duelo. Los transistores se oían, pero a escaso volumen. Eran días de Haendel y misereres, de adagios y andantes ma non troppo, días en los que sonaban cercanas y fúnebres las contadas campanas de la ciudad, bajo un cielo de aborregados cúmulos arropados por el sol y teñidos por el sigilo.

Cada Viernes Santo la vida parecía detenerse: las calles enmudecían, no sonaban las sirenas de los barcos, el escaso tráfico menguaba y hasta los trenes que llegaban a la Marina parecían hacerlo con más cautela. En las aceras se amortiguaba el sonido de los pasos y en las casas el ajetreo se refugiaba en las cocinas, donde se oía el chisporroteo de sartenes y el bullir de cazos donde miel de los panales de la Chorrosquina se licuaba para hacer unas torrijas cuyo sabor forma parte de los recuerdos más añorados. Era un día donde el sonido de los tacones maternos, sobrios y negros, chocaba contra las baldosas de alcobas y pasillos camino de las siete preceptivas visitas a sagrarios: el majestuoso de la Palma, el familiar y monjil de la Caridad, el esquinado de la capilla de Europa, el alto, cuidado e impoluto del Asilo, que entonces tenía fama de ser el mejor presentado… y para muchos, vuelta a empezar hasta cumplir los siete. Había quien se acercaba hasta el patio del Cristo a la vera del Gobierno. Allí, entre cuidadas monsteras y aspidistras, se veneraba una pintura desvaída de hondas devociones y susurrantes fervores. Era un día de contenidas procesiones: de yacentes urnas doradas y nacarada soledad bajo un palio azabache, manto de estrellas, velas eléctricas y jarrones lisos con claveles, gladiolos y buscanovios.

Pero en casa, el Viernes Santo sonaba un fragor contenido: el de las compañías de teatro que allí se hospedaban compartiendo mesa y mantel con viajantes de comercio y profesores de instituto. A partir del mediodía arribaban en viejos autocares desde donde bajaban baúles de mimbre con un vestuario deslumbrante para los ojos de un niño: falsas gorgueras, sombreros con plumas, casacas, miriñaques, zapatos de hebilla, telas y atrezo de cartón piedra que al día siguiente subían a escenarios locales junto a un renacer de los sonidos festivos a cargo de violines sin brillo, teclas cansadas, guitarras que un día sonaban a jotas y otro a peteneras. El Viernes Santo era día de silencios, pero también la antesala de la vuelta de la música, del espectáculo, de los estrenos, del teatro y del cine como cada Sábado de Gloria.

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