El símbolo es un signo sensible y subjetivo que, como señalaba Albert Camus, supera siempre a quienes lo emplean. Hace décadas, Gilbert Durand escribió Estructuras antropológicas del imaginario, un libro de lectura compleja y brillantes conclusiones. Allí defendió la tesis de que los seres humanos hemos agrupado los símbolos en dos grandes taxonomías: unos relacionados con la tierra, los cuales son interpretados con una perspectiva mayoritariamente negativa; los otros, caracterizados por la verticalidad, se asocian en el subconsciente colectivo con la letífica valoración que supone la ascensión. Esto se aplica a una buena parte de los iconos de nuestros universos míticos: animales, vegetales u obras humanas son mejor valoradas conforme se produce el alejamiento de oscuros inframundos y se elevan hasta círculos celestes: nunca se han considerado igual las serpientes que las águilas, los sótanos que las torres, las plantas rastreras que los árboles esbeltos.

El ciprés ha tenido un valor simbólico rico y antitético: en la antigüedad, sus hondas raíces se relacionaban con el inframundo, pero su elevación lo acercaba a la más espiritual de las ascensiones. Quizás por ello -y por cuestiones más pragmáticas como su resistencia a la sequía y el escaso riesgo que su crecimiento supone para construcciones aledañas- se plantaron en cementerios. El sentido luctuoso lo mantenían nuestras abuelas de negro, las cuales veneraban su elegancia fúnebre con la tenaz perseverancia de los antiguos mitos. Ellas vivieron en un mundo de férreas convicciones y escasas imágenes. Muchas no viajaron al Generalife ni a la Alhambra, donde los cipreses sombrean setos de arrayán y sonoras acequias, formando un perfil de verdioscuras espigas que brotan desde la tierra en busca del cielo. Jardines y cármenes junto a los dos ríos de Granada son espacio fértil para unos árboles erguidos que forman la línea del cielo de una ciudad que sueña despierta. Menos viajaron por las colinas de la Toscana, pespunteadas con hileras de agudos cipreses que custodian proporcionadas villas renacentistas y equilibradas colinas de amapolas y trigo. Ni viajaron, como Gerardo Diego, por los burgaleses altos de Peñacoba hasta encontrar el "Enhiesto surtidor de sombra y sueño/ que acongojas el cielo con tu lanza,/ chorro que a las estrellas casi alcanza/ devanado a sí mismo en loco empeño". Este ciprés todavía domina el claustro de santo Domingo de Silos y da hora a las cadenas que unos cautivos medievales llevaron desde Algeciras hasta allí en épocas de miráculos romanzados.

Me ha sorprendido que en estos tiempos de escasas convicciones, abundantes imágenes y viajes retomados, haya suscitado tanto rechazo el hecho de plantar cipreses en nuestro parque. Frente a la elegancia nazarí, el equilibrio toscano o los versos del 27 ha vencido el símbolo de los camposantos. Afortunadamente, en nuestras medianas se siguen plantando enhiestos y desapercibidos cipreses que apuntan al cielo de una ciudad superada por los mitos.

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