Yo sabía que habría puchero para el almuerzo porque mi madre me mandaba a primera hora de la mañana al gallinero a por un pollo. Ella contaba siempre que prefería hacerlo con gallina, que ponía el caldo más blanco, pero que se había acostumbrado al pollo y que así reservaba su plantilla de ponedoras cuidadas a base de mimos y de trigo a granel de lo de Pascual.

Nunca llegué a acostumbrarme a agarrar el pollo por las patas mientras le llegaba el juicio final, pero formaba parte del aprovisionamiento casero y mis ojos veían el desangrado del animal como algo natural y que formaba parte del ritual doméstico de la época. Criar pollos, gallinas y conejos era algo habitual entre las familias del barrio para completar su oferta gastronómica.

Lo que llevaba peor de todo el proceso era el desplumado del pollo. El agua hirviendo ayudaba mucho en la tarea, pero el olor que despedía hasta ser eviscerado todavía lo tengo grabado a fuego. Limpiábamos la molleja retirando el velo que albergaba el trigo ingerido, lavábamos las tripas que posteriormente liaban las patas escaldadas y raspadas, y lo dejábamos preparado para tomar todo el protagonismo en la olla del puchero.

Los garbanzos remojados los comprábamos en la Carnicería de Isabel y de allí también eran el jarrete, los tocinos frescos y añejos y la costilla salada. Mi madre no era muy de poner hueso de jamón porque decía que le ponía el caldo muy fuerte y que cuando el puchero llevaba lo que tenía que llevar no necesitaba ninguna otra bendición.

La olla era grande, aún no le había llegado el exprés, y se pasaba sus horas en la hornilla de gas con el apio, las zanahorias y las papas gordas enteras para machacarlas después con la pringá. Eso sí que era un espectáculo, ese plato después del plato de puchero con la papa gorda, la ternera, el pollo y el tocino blandito. Oooohhh, ese trabajo fino de mezcla realizado con sopones de telera de Pelayo y goterones de sudor por la frente.

Porque los pucheros de mi casa eran atemporales, no entendían ni de inviernos ni de veranos, y lo mismo te curaban una gripe que solucionaban la cena con la sopita y te resucitaban al día siguiente con unos granitos de arroz.

Pero la vida del puchero era eterna y casi la totalidad del pollo o la gallina de turno, menos lo que había caído con la pringá, se desmenuzaba para meterlo en tomate al día siguiente. Mi casa no era muy de croquetas de puchero, pero sí que recuerdo la secuencia de "hoy puchero y mañana gallina con tomate". Una de mis debilidades era el pan tostado de las seis de la tarde -cuando uno es niño no perdona la merienda- con el tocino con vetas untado.

Los pucheros de las madres y las abuelas de nuestra tierra siempre serán eternos. Esos caldos y esas pringás dieron y darán lustre a una Andalucía sabia y esplendorosa. Los pucheros de mi madre, María Calvente, siempre tendrán cien vidas y vivirán eternamente en mí.

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