Me gusta pasear por Algeciras, sin prisas, mirándola cara a cara, observándola y recreándome en las cosas buenas, que las tiene y muchas, y en aquellas otras que, como a todos, nos chirrían por la persistencia de su dejadez a lo largo del tiempo.

La verdad es que la mañana no fue mal. De entrada, me propuse aparcar sin tener que pasar por caja ni en Menéndez Tolosa ni en Trafalgar ni en Verboom ni en el Torroja y, ¿saben qué?, me sonrió la suerte y encontré un aparcamiento en el Paseo Marítimo de Algeciras (que conocen todos ustedes que es marítimo pero no tiene mar), libre de impuestos y, ¡atención!, no tenía señal de carga y descarga, ni estaba pintado de amarillo, ni reservado para la Policía, ni tampoco era una plaza para minusválidos (esenciales estas últimas), ni siquiera tenía carteles provisionales para podar árboles y, ahí va la gran bomba del día, ni vovis. Sin lugar a dudas, era mi día de suerte.

Caminando ya, subí la sinuosa cuesta de Blas Infante que bordea las ruinosas ruinas meriníes dejadas al descubierto en 1997 como compensación al atropello realizado en los terrenos de los históricos Cuarteles de Artillería, en los que se construyó el mazacote de Plaza Mayor, y llegué a la esquina del parque María Cristina para desfilar por la calle Convento y disfrutar con los destellos de las guirnaldas que aquí anuncian la Navidad.

Se notaba el bullicio de la mañana del sábado. Saludé a Juan Carlos e Inma, de frutería Saucedo, y con un popurrí de setas salvajes me dispuse a disfrutar de la “catedral” instalada en la Plaza Alta para inundar el epicentro de Algeciras con todo su esplendor. La verdad es que de día es un montaje que no distorsiona demasiado y por la noche inunda de color el punto más emblemático de nuestra ciudad.

Sufrí, sufrí una vez más al contemplar el eterno, cansino y reiterativo abandono de las obras de la Casa Millán que, ahora tras el hallazgo de un pozo medieval en sus cimientos, verá ralentizado su final. Final que, por cierto culminará con la construcción de más viviendas.

Desde allí, Prim, General Castaños y vi desde la puerta a Mercedes detrás del mostrador de La Alicantina para enfilar el monumento de La Madre y aterrizar en el mercado Ingeniero Torroja, cuna del mestizaje de culturas y de aromas. Un paraíso conservado a base del esfuerzo de familias obstinadas en reinventarse cada día y sobrevivir a la encrucijada de un mercado histórico sin aparcamientos. Compré especias, pescado, frutas y pan de Pelayo y, con la misma ilusión con la que siempre recorrí los puestos al lado de mi madre, deshice el camino para regresar a la Plaza Alta y desayunar en el Mercedes.

Algeciras tiene sus cositas, muy suyas, como todos los rincones del universo, pero no existe ningún universo que tenga un rincón más maravilloso que Algeciras.

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