Yo tenía una pandereta de plástico de esas azules que sonaban a cascajo, de las que lucían una pegatina con un dibujo del portal de Belén y unas chapitas que cada mes de diciembre estaban más mohosas y con menos alambres. La verdad es que no valía un duro, pero en los días punteros de las fiestas navideñas me servía para ponerle al personal la cabeza como un bombo.

Éramos una banda de enanos del colegio Generalísimo Franco de entre ocho y diez años, aunque realmente nosotros queríamos ser una rondalla como la del Chicha, y cantábamos villancicos acompañados con una zambomba hecha con un cacho de sábana, un pito tallado de adelfa, carrizos de las cañas del río La Miel, una lata cochambrosa de aceitunas sevillanas de cinco kilos de la tienda de María y unos trozos de cuerda para tensar el paño que nos daba Rafael El Tapicero.

La zambomba bramaba quejumbrosa cada vez que se secaba y allí aparecía Lalo, con su media lengua, para bautizarla con el agua que llevaba en una botellita y así volver a vibrar con todo el esplendor que la lata podía parir. Pandereta de plástico, zambomba de lata y, para completar la orquesta, la botella de anís vacía que Gaspar martilleaba con una cuchara grande de la cocina de su madre. Lo que venía siendo un trío de músicos que se completaba con los niños de las calles Lugo, Micaela, Madrid, Barcelona y hasta de la avenida La Cañá.

No éramos una rondalla infantil ni éramos nada, pero cantábamos por las calles Los peces en el río, Belén, campanas de Belén, Ya vienen los Reyes Magos, Hacia Belén va una burra, La Marimorena y otros villancicos que no necesitaban de ensayos para que los vecinos los tatareasen a nuestro paso. Creo que éramos muy felices.

Las vecinas, que ya nos conocían y se reían con nuestras cosas, nos daban polvorones de unas cajas grandes de la Estepeña o de La Flor de Rute, de aquellos que traían el calendario de Fray Leopoldo y el cenicero de cristal.

Las fiestas navideñas más felices son las de la infancia, las de cada una de nuestras raíces, las que vivimos con la inocencia de la edad en nuestros barrios, con nuestros padres y hermanos, sin más lujos que el pollo asado y la sopa de picadillo en la Nochebuena.

A saber adonde quedaron la pandereta de plástico con chapitas dobladas, la zambomba de lata de aceitunas y la botella vacía de anís, aquellos instrumentos desafinados y humildes que llenaron nuestra infancia de verdadera luz, de inocencia, de pureza y de millones de risas que por siempre resonarán en nuestras memorias. Lo cierto, es que, en estas tardes de diciembre, cierro los ojos, sonrío y puedo oír mis villancicos de niño.

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