Galopan los años, inexorables, y el cuerpo envejece a ritmo de marcha militar, muy por delante de la juventud eternamente atesorada por nuestros ojos y por la candidez del alma. El cuerpo se va marchitando mientras contemplamos el paso de la vida. En la infancia los días son eternos y la inocente perspectiva del mundo nos hace vulnerables ante todo, pero ajenos a la crueldad del paso del tiempo.

El mismo tiempo que se desliza, sibilino, y nuestros cabellos, otrora negros y vigorosos, se vuelven lastimeros y canos y los movimientos que fueron enérgicos y torrenciales pasan a ser lánguidos e imprecisos.

Galopan los años y, con ellos, empiezan a caer las bombas a nuestro alrededor, bombas que hablan de crueles enfermedades, bombas en forma de muertes inesperadas de vecinos, bombas caídas sobre amigos y familiares. Son bombas que no silban en su recorrido pero que caen, y caen, y lo hacen cada vez más cerca: tu madre, tu padre, tus amigos del instituto y del barrio. Y, aquellas visitas al cementerio antiguo de Algeciras que se concentraban en cuatro avemarías delante de la tumba de tu madre, multiplicaron su recorrido por cien, por doscientos, para rendir culto a la constatación de nuestra fragilidad con la mirada perdida por las silenciosas crujías del camposanto.

Son bombas que caen sin objetivo conocido para nosotros y que toman forma en un dolor de pecho por la calle, en un nefasto accidente de circulación, en un cáncer galopante que nos deja resignados aguardando el inexorable minuto del desenlace final.

Son las bombas de la vida y de la muerte, las que abren los ojos de los vivos solo cuando caen, las que en el duelo nos acercan a la realidad de la existencia y que nos hacen reflexionar unos minutos, solo unos minutos, esos minutos en los que entregamos a la tierra el cuerpo inerte que albergó al ser querido.

Después, como si participásemos de un ritual satánico, la expansión letal de la bomba se diluye, desaparece, y el huracán de la vida vuelve a apoderarse de los vivos: los mismos odios, las mismas envidias, los mismos rencores, las mismas mentiras, el mundanal ruido y las mismas miserias que nos encadenan a lo material.

Son bombas que tienen grabado a fuego el sello de la muerte y que van dejando socavones a nuestro alrededor, cráteres oscuros y sin fondo, estrechando los espacios en los que transcurren nuestras vidas.

Todos tenemos socavones regados con lágrimas, todos deberíamos elevarnos a modo de dron sobre nosotros mismos y contemplar el paisaje que nos rodea. Seguramente, recapacitaríamos y actuaríamos, antes de la caída de nuestra particular bomba, con un poco más de sensibilidad, de empatía y de amor por lo demás. Solo así conseguiríamos aliviar el dolor y el desconsuelo del paisaje que se extiende ante la mirada, ante los ojos eternamente jóvenes pero cansados, de la vejez.

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