Siendo yo un niño, los momentos más esperados del año eran (por este orden) la Feria y las Pascuas, la otra fiesta importante del calendario cristiano (la Semana Santa) nos generaba sentimientos encontrados ya que si bien teníamos vacaciones y disfrutábamos del espectáculo de las procesiones con sus penitentes encapuchados y los feligreses encadenados y descalzos que cumplían promesas detrás de los pasos, también nos resultaban unos días muy aburridos: música religiosa en la radio, los cines cerrados y, lo peor, sin poder jugar o armar jaleo en la calle por respeto al cristo muerto. Las Pascuas en cambio eran unas fiestas alegres y el primer signo de que se aproximaba la llegada del Mesías era la entrada en mi casa de una caja de polvorones "La Modelo" de Estepa que todos los años mi padre adquiría a crédito (entonces los polvorones no deberían ser baratos). Eran 5 kilos de un surtido de polvorones y mantecados embalados en una caja de madera primorosamente decorada con motivos religiosos o bucólicos que bajo la tapa incluía el bonito almanaque que mi madre colgaría en la pared de la cocina todo el año siguiente. Envueltos en papeles de seda o transparentes adrezados con filigranas, los había de canela, de limón, de coco, de chocolate, con ajonjolí, roscos de vino, alfajores… Mi madre nos los "racionaba" sabiamente para que nos durasen hasta el día de Reyes donde, acompañados de unas copitas de anís, ofrecíamos los últimos a sus majestades de Oriente para que fueran generosos con los regalos que nos dejaban. En la mesa siempre había una bandeja en que convivían los polvorones con pestiños y rosquillas y, acompañándolos, botellas con licores: anís de "La Asturiana", ponche "Caballero" (con su botella plateada), el coñac "Terry" (con una redecilla cubriendo la botella) y el famoso "Licor 43". Servía para agasajar a familiares y vecinos y a todos aquellos que entregando una tarjeta de felicitación buscaban complementar su raquítico sueldo con el aguinaldo: el cartero, el barrendero, el basurero… Incluso a nosotros, los niños, se nos permitía tomar una copita de anís o de ponche mientras degustábamos un polvorón (recuerdo aquel "maridaje" como un auténtico "bocatto di cardinale"). Aunque sin tener nada que ver con la desmesurada parafernalia que ahora rodea a las navidades, de algún modo nos dejábamos llevar por el espíritu navideño. Las rondallas que cantaban villancicos por las calles con sus vistosos uniformes y sus curiosos instrumentos: zambomba, pandereta, almirez, botella de anís y, sobre todo, el báculo engalanado con cascabeles de su director. El belén ocupando toda una habitación de una tienda de ultramarinos cercana o los rebaños de pavos que esos días veíamos por las calles en busca de su fatal destino de invitados de honor en los almuerzos navideños. Todo era modesto y sencillo a la vez que inolvidable. Sin duda las mejores navidades son las de la infancia.

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