Algo que se ha convertido en una cuestión relevante en la campaña para designar al próximo presidente de los Estados Unidos es la edad de los presumibles candidatos. Biden empezaría su segundo mandato con 82 años y, si el elegido fuese Trump, este volvería a la Casa Blanca con 78. En ambos casos los analistas políticos dudan que tengan facultades para mantener la tensión, la responsabilidad y el frenético ritmo de actividad exigidas por el cargo de primer mandatario –de facto– del planeta. Sin embargo y vistas las trayectorias de los dos personajes, no parece que su presumible incompetencia para el puesto este determinada por su provecta edad, sino que, como suele decirse, ambos la “traían de serie” y, en todo caso, la ancianidad les debería servir de mecanismo atemperante para sus frecuentes salidas de tono.

Aunque es evidente que con el tiempo muchos adultos mayores muestran un declive de sus facultades cognitivas, también lo es que otros superancianos se mantienen tan perspicaces como siempre han sido. Mick Jagger o Harrison Ford pertenecen a la misma quinta que los aspirantes a presidente; Miguel Delibes escribió El Hereje con 78 años; Florentino Pérez, 77 años, gestiona, a la vez y con notorio éxito, dos sociedades modélicas: ACS y el Real Madrid y en el mundo de la política Golda Meir dirigió Israel con 79 años en tiempos especialmente convulsos, Churchill fue primer ministro con 80 y en el ámbito nacional, Francisco de la Torre, alcalde de Málaga con 81 años es, probablemente, el mejor alcalde de España. Y cómo no mencionar al Vaticano, donde la senectud es requisito fundamental para alcanzar el papado.

Desde las sociedades tribales (en las que al no existir el lenguaje escrito el conocimiento se transmitía oralmente), pasando por la Antigua Grecia y hasta no hace demasiado tiempo, la vejez se ha vinculado con la sabiduría, la prudencia, la templanza y el criterio y, en consecuencia, el anciano era, por lo general, objeto de respeto y veneración. Sin embargo, en la actualidad tiene mucho más predicamento la teoría de que los seres humanos se vuelven idiotas según van cumpliendo años y que lo ideal es recluirlos en establecimientos donde no estorben, suavizando el encierro con manidas frases del tipo, “aquí cuidarán de ti” o “es para que estés con gentes de tu edad”.

Los ancianos, como las figuras del belén, solo adquieren protagonismo –sus votos cuentan mientras estén vivos– para compartir una comida o jugar una partida de dominó con el candidato de turno en las proximidades de las convocatorias electorales. Lo peor de envejecer es que por dentro sigues siendo el mismo, de manera que cada vez hay un conflicto mayor con el cuerpo que se nos derrumba. Irónicamente, solo se libran de esa contradicción aquellos que mueren jóvenes.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios