De joven empecé a apuntar maneras. Hay en mi memoria un recuerdo de unas navidades en las que alguien con su generosidad quiso obsequiar a mis padres con un pavo para la gran cena. El grave problema fue que el indefenso animal estaba vivo. Llegó unos días antes de las celebraciones y en casa se lio una buena. Lo que mejor recuerdo es la sensación de angustia que me producía verlo día tras día en una terraza que, si te asomabas, daba a puro asfalto sin una sola brizna de hierba. Yo creo que no solo fue un problema para mí sino para toda mi familia. Probar no probé ni un ala ya que yo necesito de poco roce para coger cariño y al pavo ya se lo había cogido en esos pocos días. Es más, tendría que consultar con el cónclave si llegamos a comérnoslo, si le dimos libertad en algún terrenito apañado o lo condenamos a la muerte, pero degustado en otra mesa.

Se clama y es mayoría, por ahora, que el animal se cría para después comérselo.

Llevaba ya tiempo rumiando en dejar de comer carne muerta; una carne que antes de llegar al plato, ha tenido que padecer un maltrato. Llega un momento en el que, pensando en ello, deja de entrarte tan fácilmente por la boca. Recuerdo que la gota para decidirme del todo a dar el paso fue un día, justo en navidades también, que fui al mercado a comprar el pollo (cambiamos pavo por pollo hace tiempo) para rellenarlo y agasajar a mi gente en casa en la familiar cena.

No me preguntes por qué porque todavía no tendría una respuesta convincente ni hice por tenerla, pero no me gusta nada ver imágenes de películas en las que introducen o sacan a los cadáveres de las neveras oscuras, largas y frías esperando un reconocimiento o una autopsia o vete tú a saber qué cosa. Pues cuando llegué al mercado, al no encontrar aparcamiento, dejé el coche en doble fila y delante mía había un camión que transportaba mercancía. Todavía yo dentro del coche y el chaval que abre las puertas de par en par y esa nevera gigante estaba llena de pollos y pavos colocados en pisos y en bandejas como bollos de pan en una tahona. Carne muerta rellena de una mala vida.

Soy vegana por amor a los animales y principalmente al animal más bello conocido, a mi hija, que en este tema es la maestra.

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