Desde mi pupitre

Mochilas de huevo frito

Nadie daba un duro por que la escuela española fuera capaz de funcionar tras la desastrosa primavera anterior

SE cuenta que han cerrado los colegios, que se ha posado el polvo de tiza, que ya no trasiega gente menuda con mochilas en forma de huevo frito ni huele a colonia y goma de borrar en las aulas. Parece que el calor y el disfrute de un merecido descanso han logrado lo que no pudieron hacer el virus ni los imbéciles de sus negacionistas, de modo que los institutos han dejado, por unas semanas, de ser el escenario de la forja de nuestra ciudadanía y de la cimentación de nuestro futuro.

Nadie daba un duro, hace diez meses, por que la escuela española fuera capaz de funcionar tras la desastrosa primavera anterior, cuando la vida social y económica del país quedó súbitamente paralizada, con calles siniestras, solo surcadas por paseadores de perros y atrevidos compradores de productos básicos en el súper del radio de los mil metros. Fue cuando se normalizaron con horror las cifras diarias más altas de fallecidos en España de las que se tiene constancia, cercanas a las mil diarias y estables a lo largo de semanas, sin que aún se sepa nada de la responsabilidad de los gestores, públicos y privados, de las ratoneras mortales en que se convirtieron las residencias de mayores.

La escuela, ese parking de hijos cuyo cierre en el último trimestre del curso 2019-2020 convulsionó la vida de los españoles como nada lo había hecho en nuestra historia reciente, no podía fallarnos. A pesar del desprestigio social del profesorado, a quienes algunos critican ante los propios hijos, mermando su autoridad; al que se vapulea a las primeras de cambio y se cuestiona en sus actuaciones por ignorantes aferrados a la biblia de su internet; a quienes se arrancan aprobados, por defectos de forma, porque no saben entender al pequeño tirano que hemos criado en casa; al que, antes de haber acabado de encajar y aplicar una norma organizativa y evaluadora, debe reciclarse para hacerlo con la nueva ley orgánica del ramo, sean Werts, Celaas o del sursuncorda.

A pesar de la vorágine normativa de las administraciones educativa y sanitaria, nacionales y autonómicas, la escuela española abrió. Y se mantuvo abierta, mientras por toda Europa se dictaron cerrojazos. El milagro de los panes y los peces se produjo, manteniendo al virus alejado de patios y clases, aunque fuese imposible guardar las distancias porque el alumnado era el mismo y, los metros cuadrados, los mismos. Se incluyó al profesorado en el amplio saco de los trabajadores esenciales, encargándoles que la vida del país se mantuviera casi normal a cambio de unos frascos de gel, unos refuerzos humanos exiguos y adelantarlos en la lista de espera de las vacunas. Lo hicieron y bien. Se les dio las gracias y se les siguió despellejando en los grupos de wasap de madres y padres, como Dios manda.

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