Con ocasión de la festividad de su patrona, la Virgen de la Palma, Algeciras ha sido favorecida con un excepcional acontecimiento beatífico. Tras ser tan ceremoniosa como superfluamente ratificada en su condición de alcaldesa perpetua de la ciudad (el adjetivo "perpetuo" remite a: "lo que dura y permanece para siempre", convirtiendo en innecesario cualquier gesto de "confirmación en el cargo"), la virgen fue sacada en procesión junto al debutante -en esto de los desfiles- San Bernardo de Claraval, un monje francés del siglo XII perteneciente a de la orden del Cister que, probablemente no tenía ni idea de por dónde caía Algeciras pero que por mor de un capricho del calendario que hizo coincidir el aniversario de su muerte con la conquista de Gibraltar, fue nombrado patrón de Algeciras y sus alrededores. Desafortunadamente el carácter de nuestro santo patrono poco tiene que ver con la idiosincrasia de los "especiales" (de natural dispuestos para la fiesta y la jarana y eventualmente a dejarse seducir por cualquiera de los siete pecados capitales). Bernardo, por contra, era hombre místico y austero, amigo de la mortificación del cuerpo, huía de los placeres mundanos y cuando, ocasionalmente, sintió la tentación de la carne no dudó en sumergirse en un lago helado para apagar el fuego del demonio. Virgen y monje, desfilaron en busca de otras dos veneradas imágenes locales: el Cristo de Medinaceli y la Virgen de la Esperanza que, aunque algo confundidos por su desubicación fuera de la Semana Santa, se sumaron a la ocasión de extender su benefactora influencia sobre el pueblo que los idolatra. Lo curioso es que pese a esa especial predilección que cristos, vírgenes y santos parecen tener por nuestra zona (y en general por todo el sur de España), se noten tan poco los beneficios divinos que, en teoría, debían de prodigar sobre unas gentes tan devotas. Antes al contrario, basta con echar un vistazo a los telediarios para comprobar el gran número de desdichas y calamidades que se ciernen sobre nuestra tierra (paro, narcotráfico, contaminación, corrupción…). Podría decirse que Jehová nos anda obsequiando con una versión moderna de las "siete plagas de Egipto", mientras que, en cambio, el salutífero maná lo reserva para nuestros vecinos gibraltareños, nada piadosos… pero unos ases en los asuntos del trapicheo. En el XVIII, "el siglo de las luces", nació la idea de que nuestra vida debía estar guiada por la Razón. El Humanismo fue el antídoto para una sociedad oscura, ignorante y fanatizada que permanecía en la Edad Media anclada a la religión, las supersticiones y la idolatría. La Ilustración cambió la mentalidad europea y, eventualmente, del mundo, demostrando que el progreso y el bienestar de los pueblos nada tienen que ver con los favores divinos.

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