Pertenezco a una generación de españoles que, si bien no conoció el hambre, si puede decirse que convivió con la escasez. Los niños de entonces (la mayoría) solo en circunstancias muy especiales podían saborear un milhojas o una bizcotela. La Coca-Cola o la Mirinda eran ambrosía que consumíamos en las excepcionales ocasiones en que tus padres te llevaban a un bar o un café (el restaurante era algo prohibitivo que no recuerdo haber visitado en mi niñez). Las bebíamos con deleite, utilizando una pajita y a pequeños sorbitos para que nos durara más. En la casa el signo de mayor progreso que recuerdo fue cuando mi madre sustituyó el vaso de café de pucherete por uno de "EKO", crema soluble de cereales colamalteados (una palabra tan fascinante como incomprensible) que acompañaba a la rebanada de pan con aceite y azúcar o con leche condensada (lambuzo decía mi madre del que se regodeaba vaciando la lata de leche "Aly"). En esas circunstancias se comprenderá que lo de recibir regalos -en definitiva, algo superfluo- no estaba entre las prioridades del gasto familiar y era únicamente el día de Reyes en el que se nos sorprendía con algún juguete que los Magos nos traían desde Oriente. Por supuesto no atendían nuestras peticiones ni en cantidad ni en calidad y a pesar de las primorosas cartas que les escribíamos (con tiempo suficiente para compensar el habitual retraso de Correos), y de un exquisito acondicionamiento de la casa para que se sintieran a gusto (ellos con polvorones y copita de anís y los camellos con agua fresca y un manojo de hierba), el balón de reglamento lo reemplazaban por uno de plástico y en lugar del ansiado Fuerte del Oeste Comansi nos colaban uno recortable de papel. Cuando ahora veo a un rebaño sumiso de niños que, coordinados por la policía municipal, arrastra el día 5 de Enero la ristra de latas más o menos sofisticada que le han preparado sus padres, pienso con nostalgia en como se ha bastardeado un acto que en mi época era espontáneo y reivindicativo, ajeno a padres, autoridades y vecinos que solían reñirnos por el ruido que hacíamos cuando anárquicamente corríamos por las calles con una cuerda ensartada con las tres o cuatro latas que podíamos conseguir del tendero del barrio. La idea es llamar la atención de los Reyes para que ese año no volvieran a pasar otra vez con prisas. Sin embargo, la realidad se imponía y el día 6 lo que nos habían dejado en la casa no correspondía a nuestras expectativas. El hecho no habría tenido mayor trascendencia ya que hasta entonces toda la pandilla recibía el mismo trato despectivo de los tres orientales, pero en esa ocasión uno de los niños de la calle (cuya madre, casualmente, estaba amancebada con un poderoso comerciante del pueblo) apareció con ¡un caballo de verdad! Nosotros plantados delante del orgulloso jinete con las pistolas de calamina y las ridículas escobas que nos servían de corceles nos quedamos con la boca abierta. Allí empezamos a comprender lo injusto que es este mundo.

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