Desde que siendo un niño vi por primera vez MobyDick quedé fascinado por la historia de aquellos intrépidos balleneros que perseguían a un peligroso cachalote blanco. Recuerdo que tanto o más desasosiego que el inmenso cetáceo o el obsesivo Capitán Ahab (Gregory Peck), me produjo la -para mí sorprendente- cara completamente tatuada del fatalista arponero maorí que empleaba su tiempo libro en fabricarse su propio ataúd. Más tarde sentí escalofríos viendo como en Un hombre llamado caballo, Richard Harris, para 'reconvertirse' en indio, se dejaba colgar de sus agujereados pezones en una ceremonia que no dejaba lugar a dudas sobre lo sádicos que podían llegar a ser los sioux. De manera natural, uno suponía que esa utilización del propio cuerpo ya fuese a manera de lienzo andante o quincallería portátil, tenía su razón de ser en lo asilvestrado del personal. A falta de mecanismos más sutiles con los que expresarse, los pueblos primitivos recurrían (como los animales) a dispositivos visuales que servían para pregonar su rango en la tribu, amedrentar al enemigo o por sus poderes mágico-curativos (Ötzi, la momia natural más antigua -3.300 a.C.- encontrada en los Alpes, exhibía 61 tatuajes sobre su piel). De hecho, cuando tal costumbre se trasladó al mundo 'civilizado' lo hizo a través de colectivos marginales que no destacaban precisamente por su sofisticación intelectual: marineros, mercenarios y convictos. Difícilmente se podía imaginar que tan bárbaro y, en sentido antropológico, elemental proceder iba a convertirse en una práctica corriente en la 'ilustrada' sociedad del siglo XXI. Ahora asistimos pasmados al fenómeno de ver como los niños, en los que tanto celo sanitario pusimos cuidándoles de manera casi enfermiza para que el acné no les dejase antiestéticas marcas o para que no quedasen en su cuerpo cicatrices que diesen testimonio de sus correrías infantiles, nos aparecen un día en casa con una argolla de metal que les atraviesa la lengua, la nariz, la ceja o vaya usted a saber que recóndita parte de su cuerpo o, alternativamente, con una filigrana geométrica o un pajarraco tatuado en el torso o las extremidades. Interrogados los jóvenes sobre las motivaciones que les inducen a tales prácticas no encontramos argumentaciones espirituales, rituales o religiosas, lo hacen simplemente porque "es guay", porque son sus ídolos (musicales y deportivos) quienes han puesto de moda esos extravagantes y, a veces, peligrosos hábitos. El problema es que, como decía Oscar Wilde, "la moda es tan tonta que debe ser cambiada cada seis meses" y aunque, seguro, llegara el día en que tatuajes y piercings pierdan su condición de "guays", lo irónico es que perviven… para siempre.

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