Hubo un tiempo -al menos para mi- en que los días de feria significaban la llegada a la ciudad de maravillosas singularidades inimaginables en el resto del año. Desde la posibilidad de poder saborear (¡en pleno verano!) los deliciosos turrones procedentes de tierras valencianas o los buñuelos de viento ensartados en hojas de palma, hasta la quimérica esperanza de ganar un balón de fútbol o una bicicleta en las vociferantes tómbolas.

Sin embargo, eran las atracciones de feria que hoy catalogaríamos de freaks las que más nos impresionaban -o sobrecogían- en nuestros crédulos años de adolescentes. Alucinábamos con "El muro de la muerte", un gran cilindro construido con tablones de madera rodeado de una escalera exterior por la que le público ascendía a las gradas precariamente situadas en la parte superior del tubo. Dentro unos motoristas daban vueltas paralelos al suelo (gracias a la, entonces para mí desconocida, fuerza centrífuga). Se cruzaban, se soltaban de manos y realizaban todo tipo de acrobacias, todo ello en medio de un ensordecedor ruido y con toda la estructura de madera temblando por el trasiego de las "bultacos" y las "montesas".

Otro espectáculo que nos fascinaba era aquel barracón en que podíamos contemplar en directo la ejecución en la silla eléctrica de un supuesto asesino. Intimidados por una fantasmagórica iluminación y mientras en el escenario veíamos como sujetaban al reo a la silla, una voz en off relataba los crímenes que le habían hecho merecedor de la pena de muerte. Una vez preparado, un funcionario bajaba una palanca y aquel desdichado con la cara cubierta por una máscara empezaba a convulsionar como un poseso a la vez que de su cuerpo se desprendía una gran humareda que llegaba hasta los espectadores. Visto retrospectivamente no sé si resultaba más extraordinaria la ejecución en si misma o el hecho de que un único individuo fuese ejecutado una docena de veces al día. Característicos de aquellas ferias eran también los freak shows, exhibiciones de animales o personas cuyo único mérito observable era su extravagancia o su deformidad. Al grito de ¡pasen y vean! la gente se impresionaba ante la vaca de seis patas, el cordero con dos cabezas, la mujer serpiente, las gemelas colombianas o la mujer barbuda. Así enanos, microcefálicos, obesos, gigantes, forzudos y "bichos raros" iban de feria en feria agrupados en la categoría de fenómenos.

Tod Browning ya había reflejado en 1932 la miserable existencia de estas personas en su película Freaks (La parada de los monstruos). Faltaban aún muchos años para que aquellos niños tomáramos conciencia de lo morbosos que somos los humanos.

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