Las cuevas del Moro, del Arroyo, de los Alemanes, del Buitre, de la Salamanquesa, del Bujeo, del Cerro Quemado, de Enmedio, del Silencio, de la Jara, del Sol, del Viento, de las Estrellas; el tajo de las Figuras; los abrigos de Bacinete, de Levante, del barranco del Arca, de la sierra de la Momia, de la Laja Alta, son topónimos que hemos otorgado a espacios donde buscaron refugio seres humanos desde bastante antes de que nuestra lengua los nombrara. Miles de años antes.

En época prehistórica, a lo largo de toda la orilla norte del Estrecho, los asentamientos humanos fueron más numerosos de lo que se pudiera pensar. Al amparo de los ríos, en medianías serranas y en el corredor atravesado por históricas sendas que ponía en contacto la vertiente mediterránea con la laguna de la Janda, fue muy habitual la presencia humana desde tiempos en los que este no formaba parte de la historia. Los primeros habitantes de la zona se servían de los abrigos en las rocas de arenisca y aprovecharon sus paredes de piedra para dejar muestras pictóricas de una de las primeras manifestaciones artísticas de las que se tiene constancia en Occidente. Con pigmentos naturales y lineales trazos dibujaron el mundo que veían: yeguas preñadas, ciervos de rectas cornamentas, cabezas de équidos, perfiles humanos, aves, garcetas, guerreros y hasta contornos de embarcaciones decididas a atravesar el canal antes de que el tiempo lo poblara de columnas que acabaron formando parte de los mitos. Son tan numerosas las pinturas conservadas que han conformado el corpus del arte Rupestre o Sureño, que ha justificado no pocos estudios y tesis en el ámbito de la investigación. Sin embargo, parece que todo ha quedado ahí. Estas representaciones han gozado del más unánime reconocimiento académico, pero apenas del institucional: han quedado fuera de la protección de la UNESCO y solo iniciativas puntuales mantienen vivo el rescoldo de la constatación de su valor. Mientras tanto, los líquenes cubren las paredes de piedra; la lluvia, el sol y el viento abaten año a año, siglo a siglo, abrigos que se encuentran en una situación cada vez más próxima al desamparo que llega también de la desconsiderada mano de individuos que son capaces de afectar, mutilar, o incluso borrar rasgos que han sobrevivido el paso de milenios.

Hemos dado nombre a las cuevas y a los espacios que albergan manifestaciones artísticas tan singulares. Debemos ser capaces de concienciar a los desconsiderados y de conseguir el más elevado apoyo oficial para proteger, conservar y poner en valor unos trazos, unos pigmentos y unos colores anteriores a la palabra misma, hijos de un tiempo en que la imagen pictórica sirvió por vez primera para recrear la realidad, fundamento inmemorial del arte.

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