Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De diciembre
Ni un patio de Sevilla, ni un huerto claro donde madura el limonero. Los recuerdos de mi infancia, o muchos de ellos, son un taller de pintura. Y un olor fuerte a acrílico, barniz y aguarrás que se impregnaba en la nariz hasta la hora de dormir. También el sol de poniente entrando por la ventana de un primer piso de la calle Teniente Miranda, frente al antiguo Hospital de la Caridad. Allí tenía su estudio Juan Zahara y allí nos daba clase.
Juan Jiménez Zahara (Zahara de la Sierra, 1945) ha sido el maestro de muchos niños que amábamos la pintura. Entré como alumna en su taller con seis o siete años. El primer día, me puso un folio por delante y me animó a pintar lo que me apeteciese. Hice una casa. La típica casa de niño, con una puerta muy bajita o una ventana demasiado alta, según se mire, un camino, una chimenea y, arriba del todo, una nube azul. Al terminar, observó mi dibujo un rato y luego dijo que iba a traerme algunas cosas. Volvió con una regla, una escuadra y un cartabón.
Y así, una tarde, aprendí lo que era la perspectiva y el punto de fuga. Y que los árboles que estaban más alejados debían pintarse más pequeños, y que, por lo general, lo azul era el cielo y las nubes, blancas. Aunque me advirtió también que, a ese respecto, yo podía hacer lo que me diera la gana, que los adultos eran muy cuadriculados con el tema de los colores.
Más adelante me enseñó que también podía trabajar con dos puntos de fuga, que era la perspectiva oblicua, pura fantasía. Pasé meses dibujando unas escaleras imposibles, como las de Escher. Pero después llegaron el carboncillo, los cabezones y el Discóbolo, la sanguina, y el color… Mientras fui muy pequeña, témpera; después, acrílico. Todos mis jerséis y pantalones estaban manchados de pintura. Y en aquel taller pasé muchas de mis tardes hasta cumplir los quince años.
Hubo etapas de todo tipo, incluida una fase surrealista en la que dibujé varios huevos sobrevolando una caja de madera. A Juan Zahara le encantaban aquellas cosas. Solía ponernos música en un radio cassette mientras pintábamos; Enya y Simon and Garfunkel, principalmente. Dicen que el tiempo pasa más lento cuando uno es niño. En ese estudio de la calle Juan Morrison las tardes volaban. Nunca queríamos ir al baño a limpiar los pinceles cuando acababa la clase. Y muchos de aquellos alumnos de Juan Zahara viven hoy de la pintura. Otros, entre los que me incluyo, no hemos vuelto a dibujar. La vida, los estudios y otras responsabilidades nos llevaron por caminos distintos, pero creo que todos añoramos pasar horas delante de un caballete y la paz que aquello nos hacía sentir.
Hace poco, me regalaron un bloc de dibujo, un lápiz de carboncillo y un difuminador. Aún le doy vueltas y no he sido capaz de estrenarlos. El miedo ante la hoja en blanco, aquel que no sentía con seis años, me asalta ahora. No siempre con el tiempo nos volvemos más sabios.
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