El ruido es el verdadero terrorismo”, dice el escritor Pablo d’Ors en Silencio, un podcast de Sonora que aborda ambos fenómenos desde su cariz más científico a su vertiente más metafísica. La investigación técnica revela que la exposición permanente al ruido genera un exceso de cortisol que debilita el sistema inmunitario y dispara las muertes por enfermedades cardiovasculares entre la población vulnerable o aumenta los partos prematuros. Pero el ruido es también insonoro y lo podemos encontrar a golpe de click, deslizando la pantalla del móvil para que se actualicen tuits o publicaciones de Instagram. Que nos muestren constantemente lo que queremos ver nos convierte en rehenes del condicionamiento clásico pavliano. El perro sabe que si se sienta recibirá una galletita. El humano, que si desliza hay un mundo dispuesto a aumentar sus niveles de dopamina. El perro, por tanto, se sentará más a menudo. El humano, por tanto, deslizará más. Y allá que vamos, al estruendo, a la verborrea, a la chica que viaja de gratis a lugares ignotos o al tipo que vitupera con desvergüenza.

En el podcast se cuenta que un estudio de una de estas universidades norteamericanas que queda tan de puta madre citar reunió a cientos de personas para proponerles un reto: permanecer consigo mismas 15 minutos en una habitación, calladas, inactivas. Muchas preferían recibir descargas eléctricas. El silencio es disruptivo. En un mundo en el que la extroversión genera prestigio social, los silenciosos quedan apartados del sistema. Se sospecha de ellos, algo ocultan estos seres antinaturales, y adulamos al espíritu avasallador que se muestra sin ambages, como un cristal reluciente y transparente. Se desprecia la introspección, la escucha, la quietud. Se reclama histrionismo, irreflexión, impulsividad: espectáculo.

El debate pausado tanto en círculos sociales como políticos se erige en quimera. Gana el amanerado, el gritón, el ruidoso. Y a quien no siga esta conducta se le condena al ostracismo. Se le acusa de falta de entusiasmo, incluso de ser un todo de ignorancia. Frenesí y alienación abrazan hasta la asfixia nuestra cotidianeidad. Sentimos la ímproba necesidad de colmar la vida de actividad constante y de parloteo insustancial.

El silencio es hoy la verdadera revolución. Más importante que hablar es hablarnos. Más necesario que escuchar, escucharnos. Porque el ruido no es tan solo externo, también está en nosotros, en nuestros pensamientos. Dejar estos a su libre albedrío, incontrolados y acumulando estridencia es como permanecer imperturbable ante el incendio que poco a poco cerca un polvorín. Y cuando todo explote e impotentes asistamos a la inútil búsqueda de la respuesta a qué nos pasa, jamás la encontraremos. Porque nunca antes nos hicimos la pregunta.

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