En mayo de 2020, en plena desescalada, cuando jamás se anheló tanto un paseo, me gustaba ir hasta la puerta del colegio mayor en el que pasé mis tres primeros años en Madrid. Está cerca de la casa de Vicente Aleixandre, a la que tanto me acerqué en mi etapa de estudiante y que tanta perturbación me causaba porque la abrazaba hasta la asfixia el olvido. Allí García Lorca pausaba las tertulias con Alberti, Cernuda y Neruda para tocar el piano y recitar sus futuros Sonetos del amor oscuro, pero ya no se escuchan los ecos de los acordes ni de las risas en consonante, y de sus ventanas no emana el humo del cigarro que rasca. Esa casa en la que pasó todo y hoy no pasa nada.

Cuando llegaba a la puerta de mi colegio mayor, me ponía los cascos, activaba la música y emprendía el camino que en aquellos años tomaba para ir a la universidad mientras escuchaba las mismas canciones que entonces reproducía una y otra vez. La pandemia me impulsaba a recurrir a la seguridad del pasado ante un presente distópico y un futuro incierto. Dejaba sonar los temas que me trasladan a los mejores momentos de aquella época en la que en Madrid aún hacía frío, y pasaba, tras intentar escucharlas unos segundos, algunas de las canciones que invocan a los monstruos que me bajaban de la nube de la inconsciencia universitaria.

Hay canciones que elevan el alma y hay canciones que ahogan. Leo estos días la maravillosa La llamada, de Leila Guerriero. Silvia Labayru, secuestrada en 1976 por la dictadura de Videla por su militancia en Montoneros, la organización guerrillera peronista, fue recluida durante año y medio en la ESMA de Buenos Aires. Allí fue torturada, esclavizada y violada reiteradamente. Labayru cuenta que no ha vuelto a poder escuchar Adelita cantada por Nat King Cole porque los militares la ponían a todo trapo durante las torturas para que no se escuchasen los alaridos. Es el poder inconmensurable de las artes. Aliadas cuando la memoria falla y queremos evocar una vida que avanza impía, pero pérfidas cuando nos recuerdan esos instantes que un día decidimos vestir con los ropajes de la amnesia.

Durante uno de esos pandémicos paseos hasta mi facultad sonó la canción que escuchaba esas Navidades de 2013 en las que casi se rompe mi mundo. Fue como una sacudida, como un gancho perentorio de Liston o Durán directo al mentón. Caí a la empedrada acera de la calle Ramiro de Maeztu. Me levanté aturdido. La canción seguía sonando. Examiné mis manos. Sonreí. Me recompuse. Continué el camino. Mis traumas también me han ayudado a esculpir unas manos que hoy tejen una vida de la que estoy orgulloso.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios