Quedamos con él a las once en el portal. Dieron la hora dicha y, presas del atolondramiento juvenil, aún no habíamos salido de casa. Su nieta lo llamó para que aguardase unos minutos más. “Te avisamos cuando bajemos”, le dijo ella. “Hace ya un rato que estoy aquí”, contestó él con cierta mordacidad. Alberto nos dio esa mañana la primera lección del día: con 92 años se es más puntual que nunca porque no hay tiempo que perder, y si es posible se llega antes.

Olimpia bajó apurada al garaje a sacar el coche, y yo salí a la calle a hacerle compañía mientras tanto. La segunda lección del día me la dio Alberto solo a mí: llevaba una gorra de Polo, una camisa de cuadros de Tommy, unos pantalones azul marino y unas zapatillas. A este tío, me dije, le han dado directamente la ropa del maniquí. Lo miré y me examiné. Mi camiseta no estaba mal, pero su camisa era mejor. Mis bermudas estaban arrugadas, sus pantalones, perfectamente planchados. Encogí la cabeza avergonzado cuando observé mi pierna izquierda. Llevaba una media de compresión. Me han operado de una variz. Con 28 años. Parecía una vieja. Miré de nuevo a Alberto y pensé que, si no fuera su abuelo, este cabrón me levanta la novia.

Llegamos a Movera, un barrio rural a las afueras de Zaragoza donde Alberto pasó parte de su infancia. Allí mantiene con lo justo una casa enorme, la Torre. Es algo de dinero lo que hace que los cimientos de la Torre, hoy almacén de cosas que sobran, resistan amanecer tras amanecer, pero después de visitar aquel lugar estoy seguro de que lo hace porque aún guarda la esperanza de albergar recuerdos que todavía no lo son. Alberto, hombre dócil en la ciudad, se convierte en esas tierras en dueño de su destino y del de los demás. Dirige, aprieta el paso e ignora el duro deterioro de su vista. Sabe por intuición y por memoria dónde está la secular higuera que da el sabroso fruto. Y corre hacia ella apartando el abundante follaje que la rodea sin importarle el flaqueo de sus piernas. Se tropieza y está a punto de caer hasta en dos ocasiones, pero confía en que siempre tendrá un brazo al que agarrarse.

Ese día maldijo el crecimiento de unas plantas que obstaculizaban el camino hacia el corral de la Torre. Obstinado, se puso a arrancar tallos de tres centímetros de diámetro a pleno sol. Me apresuré a ayudarle y juntos despejamos la zona, pero Alberto palideció y tuvo que sentarse. Comenzó a gemir y a llevarse las manos a la cabeza, y en ese momento entendí que sus lamentos, más que al cansancio, respondían a un espíritu joven frustrado por el paso inexorable de los días. A Alberto lo conocí hace un año en una playa de Tarragona. Tenía entonces 91 y me quedé ojiplático cuando lo vi coger grandes olas como un chaval de 15. Cuando salió del agua dijo: “Esto es aburridísimo. El mar está muy poco picado”. Observé su gesto orgulloso y altivo. Ese día su espíritu ganó la batalla. La vida, para él, no está escrita.

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