El pasado domingo los españoles nos llevamos una gran alegría deportiva: la selección española de baloncesto se proclamó campeona del mundo en Pekín tras derrotar en la final a Argentina por veinte puntos de diferencia. El equipo español armado en esencia entre los jugadores que militan en la NBA y los provenientes de los dos equipos españoles (Madrid y Barcelona) con potencial más cercano a las franquicias norteamericanas, aspiraba a obtener una buena clasificación que se debía materializar en la consecución de una plaza para las próximas Olimpiadas de Tokio y ni los más optimistas veían posible la opción de pelear por el título que parecía destinado para USA, Serbia o quizá Francia. Sin embargo, poco a poco España fue superando rivales hasta plantarse en una final que ganó con enorme solvencia. Por una vez en un país esencialmente de futboleros, fueron muchos los españoles que, sobre todo a partir de los cuartos de final, se pusieron frente al televisor para ver (ganar) al equipo nacional. Al contrario que el fútbol, el baloncesto, es un deporte que requiere para su mayor disfrute de un cierto conocimiento de las reglas del juego y de las variantes tácticas que emplean los equipos en función de las circunstancias. Reconocer un pick and roll, un mismatch o una defensa en zona press 2-2-1 resulta esencial para comprender el planteamiento del entrenador y saber diferenciar una falta en defensa de otra en ataque o entender cuando los árbitros pitan pasos o retención de balón se antoja vital para no calificar las sanciones de caprichosas o sesgadas. No obstante, aún con un conocimiento somero de reglamentos y sistemas, han sido muchos los que han vibrado con los triples, los mates o las entradas a canasta de los jugadores españoles alentados por una circunstancia esencial en el baloncesto: la incertidumbre del resultado. Después de haber contemplado dos apasionantes partidos de España frente a Serbia y, sobre todo, contra Australia (los únicos que de la mano de un talentoso aborigen, Patty Mills, nos pusieron contra las cuerdas), los aficionados nos prometíamos una electrizante final frente a un equipo argentino con tantos o más redaños que el español. Sin embargo, y de manera inesperada, Argentina no se presentó a la final, atenazados por los nervios, sobrepasados por el vértigo de tener tan cerca la victoria o quizá erráticamente dirigidos por un entrenador poco avezado para esas lides, los argentinos dieron un gatillazo y desde los primeros minutos todos vimos claro que no habría partido. España fue un equipo muy superior que se entretuvo con un sparring antes de recoger su trofeo. Alegres por el triunfo, pero decepcionados con los pibes por habernos hurtado el inigualable espectáculo de ver a los Scola, Campazzo o Laprovittola batirse el cobre con los Gasol, Rubio o Llull.

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