Tierra de palabras

Regalo

Desde pequeña ya estaba la imaginación instalada en mi cabeza como en la de todos los niños

Desde pequeña, sin saber ni siquiera qué era, ya estaba la imaginación instalada en mi cabeza como en la de todos los niños que todavía no están lo suficientemente contaminados por los dogmas como para mantener desdibujada la línea de lo real y lo fantasioso. Desde mi cama veía el largo pasillo y sus ventanales. Cuando las hojas estaban abiertas, la brisa del patio central se colaba haciendo danzar las cortinas y en ese baile inquietante igual mi imaginación, supongo dependiendo de mi estado, proyectaba o un hada blanca o un fantasma. En el primer caso, era capaz de mantener fija la mirada y observar su baile; en el segundo, me tapaba la cabeza con la sábana mientras el corazón se me salía de miedo volviéndome lentamente, no fuese a verme el fantasma, hacia el costado izquierdo y al destaparme encontraba la seguridad en la silueta de mi hermana mayor que dormía plácidamente en su cama.

Seguí cultivando la imaginación y mis redacciones del colegio siempre solían estar colgadas en el tablón de corcho como entre las mejores, cosa que no me hacía engrandecer ante mis compañeras; tal vez, me exaltaba por el simple hecho de complacer a los mayores buscando su reconocimiento. Fue una de las primeras trampas que durante bastante tiempo me acompañó: necesitar la aprobación de otros. Mucho ha sido el trabajo personal para quitarme esa engañosa creencia.

Mas adelante tuve la suerte de contar con "una habitación propia" como Virginia Woolf recomendaba. Un cuarto trastero en la terraza que convertí en mi territorio. Allí escribía mi diario.

Mis amigas de infancia me recuerdan que ya apuntaba maneras desde temprano, que siempre había algún poema nuevo por leer o alguna reflexión escrita para compartir con ellas. En uno de los golpes más duros de mi vida, que me pilló bien jovencita, la poesía me ayudó a poder desanudar mis emociones; en la absoluta soledad ella era mi compañía. Y desde entonces ni ella me ha abandonado ni yo la he abandonado a ella.

Y aquí sigo, sin querer dibujar la línea que separa lo real de lo imaginado. Ahora soy yo la que cuelga en el tablón los logros de mis alumnos y al ver su complacencia para conmigo les indico que mejor huir en dirección contraria a la necesidad del reconocimiento de los otros.

El Ateneo de Algeciras me hizo finalista de su premio; lo recibo como un regalo. Y ha sido, en parte, por todo esto que ni siquiera conocían.

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