En estos días en los que concurren, parece, el final de la pandemia, la astenia primaveral, las primeras romerías y, tras los lodos caídos, la salida en masa a la calle de todos, pero en especial de nuestros adolescentes, es buen momento para detenerse a observar el grado de desconcierto en los que andamos metidos ellas y ellos y el resto del personal.

Es raro que en cualquier conversación que se establezca entre personas adultas, cuando se toca el tema de la adolescencia, en un 90 %, si no me quedo corta, no se muestren airadas o angustiadas ante su comportamiento.

Sobre ellas y ellos se vierten frases lapidarias y sentenciosas: egoístas; desordenados; consumistas; viven en la irresponsabilidad absoluta: catervas de flojos, obsesos por su cuerpo, iletrados que no leen, enganchados a las maquinitas, móviles (comprados por padres y parientes sin pensar dónde se les mete) y siempre deambulando en la cuerda floja del peligro. Así son. Frente a esta idea perniciosa que nos devora como un cáncer social está la mirada benévola a nuestra adolescencia (¿la tuvimos?) y aquí, como diría el imprescindible Carlos Castilla del Pino, escribimos en pretérito imperfecto. Nuestra memoria es selectiva y solo recuerda lo que quiere y va fabulando sobre nuestro pasado, siempre rehaciéndolo.

La primera pregunta que nos deberíamos hacer es ¿de dónde salen esta chiquillería pre adulta?, ¿quiénes los han educado? Y los juicios emitidos van cayendo sobre nosotros como bumeranes sociológicos.

Desde que aún están en los úteros ya se les agasaja como en una laica epifanía. No les faltará de nada; ya nacidos, antes de que pidan, se les dará. Como si fuésemos entomólogos del escarabajo de Kafka, los observamos con horror por si tienen miedo, están cansados, o ya en el colmo, si se están aburriendo.

Les hablamos de solidaridad, pero no se la hemos enseñado. Nos horrorizan sus comportamientos gregarios y noctámbulos, pero buena parte de los adultos siguen esos mismos esquemas: lo han podido comprobar esta pasada Semana Santa. La obligación de salir.

La palabra diversión viene de "divertere", alejarse de lo rutinario para después volver a la brega. Y no se aleja quién solo está en la juerga. Y esos comportamientos, ese "síndrome del emperador", ese hacerlos sentir el ombligo del mundo, esa ausencia de límites los hemos fijado nosotros. Son nuestro reflejo.

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