Cada año, el Sorteo de la Lotería de Navidad se convierte en un escaparate de momentos memorables, carne de viralidad, bien destinados al cachondeo matutino previo a los días de jolgorio o bien dirigidos a forzarnos una sonrisa fraternal. En el de este 2022 hemos comprobado cómo la despiadada garra reportera no da tregua ni aun en momentos de sofoco.

Algunos periodistas deseosos del Pulitzer no dejaron de atosigar a Perla, la señora a la que le tocó el Gordo y que estaba sentada en el patio de butacas del Teatro Real de Madrid, ni cuando le cogía la mano una profesional del Sámur para atenderla por una crisis nerviosa. Si la alegría no estuviera inexorablemente unida a la impulsividad, más le valdría al afortunado quedarse callado para que no le toquen los cojones.

No obstante, degradaciones del oficio aparte, de entre todos los recuerdos del sorteo emerge a la luz el protagonizado por Ángel y Alonso después de anunciar el primer premio. "Te quiero", le dijo el primero al segundo. Sin ambages, guiado por un paroxismo del hermanamiento y dándonos a todos una lección.

Cuesta decir "te quiero", más todavía si eres niño, y mucho más si eres niño varón. No recuerdo cuándo fue la primera vez que expresé mi amor a mis amigos. Tendría, quizá, 19 o 20 años. Cualquier tipo de afecto mostrado antes de esa edad era símbolo de vulnerabilidad. Un "te quiero" a destiempo, digamos con 12 o 13 años, iba sucedido inevitablemente de, en el mejor de los casos, un cuchicheo pérfido y burlón del resto del grupo de camaradas; en el peor, te llamaban directamente maricón.

El jueves Ángel se echó el fusil a la cara e inició una revolución. La revolución de demostrar el amor, sin esperar a líneas temporales intangibles, a la primera persona a la que un adolescente quiere: a su compañero de trinchera, a su hermano. De pequeños creemos que el tiempo al lado del amigo es eterno. El mismo reloj nos acaba enseñando que no es así, al menos en cuanto a la concepción de eternidad que tenemos. Los caminos se bifurcan. Lo que comienza con un simple cambio de clases (Letras y Ciencias), separadas por 20 metros, acaba en un cambio de ciudad, 700 kilómetros al norte.

Llegan entonces los votos de amistad eterna, de "las cosas no cambiarán". Pero la vida, a veces, nos pega una sacudida y se ríe de nuestra inocencia. Mantengo, por suerte y trabajo (la amistad no es un cactus que haya regar lo justito) a los mejores compañeros de trinchera. Por el camino se han quedado otros que fueron fieles camaradas, a los que quise, y mucho, y con los que sorteé piedras y surqué mares revueltos por la tempestad de la adolescencia. Jamás les dije que los quería. Ojalá lo hubiera hecho.

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