Las palabras también son armas de destrucción masiva y también sirven para ganar o perder guerras. En los últimos días, y a medida que vemos que el blitzkrieg de Ucrania es cada vez más krieg y menos blitz, Putin ha reforzado su argumentario interno y externo explicando que aquello no es una guerra, ni una invasión, ni un ataque. Parece ser que lo llama "operación especial" y que también explica que la ha comenzado para acabar con los "neonazis". Que los hay en Ucrania es seguro: algunos sectores de la ultraderecha se reconocen en el término y entretejen sus ideas inmiscibles con gotas de nacionalismo patrio, antisemitismo, rencor hacia el Holodomor, exaltación de la violencia y testosterona. No obstante, no parece que estos grupos residuales marquen la tónica de un país ansioso por incorporarse a la Unión Europea.

Del otro lado, hay quien todavía habla de Putin como un "soviético", que es tanto como decir que Merkel era "comunista" en los noventa porque lo fue en sus años mozos y tanto como ignorar con alevosía que el régimen de la URSS se extinguió hace ya 33 años. No andan las cosas claras tampoco para algunos que, aun admirando en Putin su pulso autoritario, su antieuropeísmo y su antiglobalismo, ahora lo tildan peyorativamente de "comunista", como para evidenciar -qué cosas- que todavía hay una amenaza comunista que se cierne sobre el mundo. No lo llevan fácil tampoco quienes antes han gritado contra la guerra, pero ahora expresan una nostalgia trasnochada hacia unos alineamientos geopolíticos que podían valer en los sesenta del pasado siglo, pero que ya carecen de sentido.

En nuestra propia casa, también vivimos del uso demagógico de las palabras. Como armas de destrucción masiva sobrevuelan nuestro Parlamento, donde, con inusitada frecuencia, se habla de fascistas, comunistas, nacionalistas, socialdemócratas, independentistas o neoliberales… con un desparpajo que, sin embargo, se desmontaría en un pispás si a nuestra clase política se la sometiera a un pequeño examen de conceptos básicos antes de entrar por la puerta del Congreso.

Después de treinta años explicando Pensamiento Político Contemporáneo en las aulas universitarias, tratando de que mis estudiantes distingan entre un liberal y un neoliberal, un nazi y un fascista, un fascista y un conservador, un marxista y un comunista, un socialista y un socialdemócrata, o un conservador cristiano y un conservador maurrasiano, esta sopa en la que nadamos ayuda poco y el espectáculo de la demagogia me abate. Cuánto trabajo para avanzar tan poco en una sociedad que ni siquiera conoce el significado real de las palabras. La única defensa que nos queda es la educación, la cultura, el conocimiento de la historia, el l pensamiento crítico, pero no veo, sinceramente, que estén llegando.

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