Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
Han vuelto los mirlos. Mi casa es una fiesta. Por el ventanal del salón hemos visto al macho hacer su nido, tan perfecto, con tan pocas herramientas. Qué poco ha necesitado. Le ha bastado el ficus benjamina que crece a lo alto en el rincón más tranquilo del patio, unas ramitas, trozos de musgo, alguna hoja pequeña y seca. Antaño prefirió la espesura del jazmín. Ahora el nido se ofrece a nuestra vista, confiado, sobre el claro de unas pocas ramas. Brizna a brizna el mirlo lo ha construido, paciente y entregado, volando desde quién sabe qué lejanía con su plumaje negro brillante y su rotundo pico amarillo. Procuramos que Layton no ladre en el patio y riego las plantas con extremo cuidado para que el agua no salpique. No queremos que los mirlos se asusten y se piensen que en esta casa viven personas feroces dispuestas a hacerles daño. No queremos que se vayan. Los queremos nuestros, invitados de excepción, para que animen nuestros días con su canto y su parloteo, con su ir y venir y su trasiego. Nos dan ya felicidad, alegría y belleza. Nos darán ejemplo con ese colaborar abnegado del macho y de la hembra, con ese vigilar el nido atentos al cuidado de sus huevos y, luego, de sus polluelos. Vendrán los mirlos, pájaros al fin y al cabo, a darnos lecciones de cómo ser humanos a los humanos.
Ahora es lo primero que hago cuando me levanto: ir al ventanal y buscar a los mirlos en su nido. Y, a veces, me siento a contemplarlos. Suben hasta el pretil de la azotea y canturrean nerviosos con su shriiiii y su shock-schock. Levantan el vuelo ágiles y libres y, más tarde, vuelven a la que saben ya su casa. Impaciente, aguardo la nidada de huevos azules que redoblarán nuestra alegría.
Observando al mirlo negro con su pico amarillo y a la mirla de color pardo con sus hermosos afanes, el mundo avieso y aperreado de las personas se me antoja despreciable. Nada saben los mirlos que no sea de las corrientes del aire, la templada luz del sol y la belleza de los parques urbanos. No hay ambición más alta para ellos que vivir el día a día con el enorme desafío de perpetuar su especie. Ni ambicionan ni acumulan ni destruyen. Ni mienten ni traicionan ni incomodan. Me pido para mí un mundo de mirlos, pero, en su lugar, encuentro un mundo bien distinto: políticos de mala ralea que se insultan, una princesa enferma a la que acosan, defraudadores y corruptos, un violador que quiere comprar su libertad con dinero, un padre que asesina a sus hijas para hacer sufrir a su madre, ejércitos que disparan sobre civiles indefensos, hambre, injusticia y dolor…
Menos mal que han vuelto los mirlos y, mientras ellos cantan su canto melodioso, se me vienen a la cabeza –felicidad diminuta y discreta– unos cuantos versos de la canción de Nano Stern: “Aún creo en las miradas cristalinas y sinceras; creo en nuevas primaveras, nuevas lluvias y cascadas; creo en las cosas sagradas: el sol, la naturaleza; creo aún en la sorpresa simple de la honestidad y, entre tanta fealdad, aún creo en la belleza”.
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