Un dicho afirma que: “Tener hijos no le convierte a uno en padre del mismo modo que tener un piano no te convierte en pianista”. Si le damos otra vuelta de tuerca a la ocurrente comparación, en el supuesto de que a cualquiera de nosotros nos entrase en casa un piano (o alguno de sus sucedáneos electrónicos) ¿quién se resistiría a aporrear sus teclas intentando que sonase alguna cancioncilla del tipo de Frére Jacques o Cumpleaños feliz? y, de la misma manera que la mayoría probaría a ver si por casualidad llevara un Mozart dentro, tras alguna tentativa pocos preservarían en el intento de sacarlo a la luz y el instrumento musical terminaría como objeto decorativo o –peor aún– arrumbado en un rincón.

Con los hijos nuestra manera de actuar no difiere en nada (con la salvedad de una mayor extensión temporal) de la empleada con el piano. Al nacer les prestamos una atención desmedida. Si llora nos alarmamos, –a este niño le pasa algo– le dice la angustiada madre al padre que, más acojonado aún, no duda en telefonear al pediatra, aunque sean las dos de la mañana. Si no llora le observamos ansiosamente hasta asegurarnos que su pechito se mueve –menos mal, no esta muerto– piensa el atribulado progenitor. Vigilamos como anatomopatólogos el color y la textura de sus deposiciones, nos preocupamos porque el primer diente o la primera palabra no aparecen cuando creemos que deberían hacerlo, con sofisticados artilugios electrónicos guardamos su sueño y adquirimos carísimos juguetes para estimular su psicomotricidad (aunque no sepamos muy bien lo que es).

Sin embargo, pasa el tiempo y cuando el niño nos necesita de verdad a nosotros no apetece menos. Nos molesta que se nos suban encima, leerles un cuento para que se duerman y hasta les dejamos jugar con nuestro teléfono con tal de que no armen ruido. A la vez que el niño crece la comunicación se va haciendo más dificultosa, la discusión es la norma y uno prefiere, en aras de la concordia, ni siquiera escucharlo (lo que no deja de ser paradójico si recordamos el obsesivo interés que teníamos en que pronunciase la palabra “papá”). Llega un día en que sabemos de ellos más por sus huellas (ropa tirada, nevera vacía, cartera esquilmada...) que por la –como poco– tensa relación familiar. Nos queda el consuelo de que esa oscura época para la figura paternal se acabe cuando nuestros hijos razonen como lo hacía Mark Twain: “Cuando yo tenía 14 años mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí 21 me pareció increíble lo mucho que mi padre había aprendido en 7 años”.

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