Debo de admitir que no soy persona religiosa y que si conozco hasta el último detalle del recorrido y los horarios de los desfiles procesionales no es, desde luego, por mi interés en la imaginería cofrade sino por la necesidad de adecuar a ellos mis entradas y salidas en el garaje sin riesgo de quedar inmovilizado durante horas por cristos, vírgenes y penitentes. A pesar de ello, la Semana Santa ha sido siempre algo relevante para mí. Siendo muy niño, en el tiempo en que el cerebro es todo plasticidad y resulta difícil distinguir entre realidad y fantasía, me inquietaba aquello de no poder correr, gritar o jugar a la pelota porque los mayores nos decían “que el Señor estaba muerto”. Más adelante me hice un “experto” en la historia sagrada gracias al cine: Ben-Hur, Barrabás, La túnica sagrada, Quo Vadis?, Los diez mandamientos… Eran las únicas películas que se podían ver en Semana Santa además del curioso añadido de las películas de Tarzán con Johnny Weissmüller, Maureen O’Sullivan y la mona Chita que yo suponía compatibles con las bíblicas en razón de la gran similitud de indumentarias entre Jesús y el hombre-mono.

Ya de adulto, fue a través de las innumerables representaciones artísticas de la pasión y muerte de Cristo (la cultura occidental es indisociable del arte cristiano) por lo que mantuve el interés por tan crucial episodio evangélico. Artistas de diferentes épocas plasmaron escenas de la Pascua. Caravaggio, la flagelación; Rubens, el descendimiento; Velázquez, el Cristo crucificado; Mantegna, el Cristo muerto… Una de las obras, a mi parecer, más singulares es La Crucifixión del pintor alemán Matthias Grünewald perteneciente al retablo de Isenheim, un monasterio-hospital de los Antonianos ubicado en Alsacia en el que se recogían a los enfermos del “fuego sagrado de San Antonio” o “mal de los ardientes”, enfermedad entonces de origen desconocido (la causaba un hongo, el cornezuelo del centeno que crecía en el pan). La muerte era atroz, los enfermos sufrían de graves y dolorosas llagas en brazos y piernas, padecían de grandes fiebres y morían en medio de alucinaciones terroríficas.

Como Mel Gibson en su película La pasión de Cristo, Grünewald no ahorró ensañamiento a la hora de reflejar los horrores de la agonía de Jesús. Su Cristo no se parece a ningún otro, su cuerpo moribundo está deformado por la tortura en la cruz, heridas supurantes recubren toda su figura, una escalofriante corona de espinas martiriza su cabeza vencida, manos y pies aparecen dislocados a causa de los clavos y la impresión de un cuerpo que cuelga pesado de la cruz se intensifica aún más con la ligera flexión del madero horizontal. En cierta forma ese Cristo espantoso buscaba consolar a los afectados por el fuego sagrado que se postraban ante él. El hecho de que el Dios al que rezaban hubiesen padecido sus mismos tormentos les reconfortaba y les hacía sentirse menos despreciables. Nadie ha expresado mejor que Grünewald los sufrimientos de Jesucristo.

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