Debe de ser que me levanté un momento para coger la sal. Cuando ya se nos había dado larga cuenta de que la inflación había vuelto a subir, de que Putin seguía atacando Ucrania o de que el festero Johnson había superado la moción de censura, la atractiva presentadora mencionó la masacre que había tenido lugar en una iglesia de Nigeria. Debieron de ser apenas unos segundos porque, ya digo, debí de levantarme para coger la sal y perdí casi toda la noticia. Tuve luego que buscar la información. Y me costó. La masacre se había producido en la iglesia de San Francisco Javier, en la localidad de Owo. Parece ser que, mientras se celebraba la misa de Pentecostés, un grupo de hombres armados entró en el templo y perpetró la horrible matanza. Todavía no se sabe si han sido terroristas de Boko Haram o miembros de alguna etnia islamista radical. Por no saber, casi que no sabemos ni el número exacto de muertos y heridos, si bien se dice en algunos medios que podrían subir de los cincuenta y que entre ellos hay muchos niños. Quizás nunca lo sepamos: nadie hace ya el seguimiento de la noticia. La tristeza por la muerte se multiplica en mi corazón.

Sin embargo, en Facebook comenzó a viralizarse una sentencia breve que, sin entrar en detalles, consideraba que la noticia no había circulado, sencillamente, porque los asesinados eran católicos. Hasta en la barbarie, la demagogia y el populismo irrumpen sin pereza, desenfocándolo todo. Cierto es que esa pobre gente ha sido cruelmente asesinada porque eran católicos, víctimas propiciatorias del terrorismo islamista, pero, en realidad, si los medios de comunicación occidentales no les han prestado atención no es por su condición de católicos, sino porque son de otro color y viven en un país lejano que ni nos afecta, ni nos preocupa, ni nos concierne. La misma matanza de católicos, pero perpetrada en la Iglesia de la Madeleine de París o en la de San Jacinto de Varsovia, hubiera abierto el telediario, absorbiéndolo casi entero y nos hubiera acompañado durante días para que conociéramos la evolución de los heridos y las reacciones de los jefes de gobierno. A la masacre de Nigeria no se le ha dado apenas cobertura -ni más ni menos que la que se dio a las matanzas de Karachi, Mosul o Kabul que acabaron con la vida de centenares de musulmanes-, porque no cuenta su religión, sino que son gente que el común considera distante y distinta a nosotros.

Desde luego, cuesta entender que los europeos sufran más o menos según el color de la piel o el país en que se muera, encerrando su diminuto sufrimiento por el dolor ajeno dentro de un radio de acción tan pequeño y tan geográficamente deformado. Por eso, está muy mal que la masacre de Nigeria no se haya contado, que no se haya sufrido y que, incluso aprovechando la muerte ajena, algunos hayan tratado de acercar el ascua a su sardina.

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