En las antiguas Cortes de origen medieval los procuradores de las ciudades, antecedentes de nuestros actuales diputados y senadores, tenían un mandato imperativo. En un contexto feudal, de monolitismo ideológico y de ausencia de libertades, era lo lógico y normal. El gobierno se basaba en un concepto absoluto del poder, que recaía sobre la monarquía, y el procurador se consideraba un mero instrumento para trasladar al Rey, presente en la asamblea, los problemas, la voluntad y los deseos de su ciudad. El procurador era un individuo atado a su "burgo", que no podía expresar sus propias ideas, entre otras cosas porque esto de tener ideas propias no estaba muy bien visto en el Antiguo Régimen.

La revolución liberal -y subrayo lo de "liberal" para quienes se reconocen en el término, aun sin saber bien lo que comporta- cambió radicalmente las cosas y sustituyó el mandato imperativo por un mandato delegativo. Era, en este caso, lo propio del gobierno representativo, de ese invento que eleva la soberanía del pueblo, por atajos y vericuetos, hasta los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. El diputado o congresista fue considerado, a partir de la eclosión del liberalismo, un individuo plenamente libre, que era elegido por los electores de una determinada circunscripción, pero que, de ningún modo, estaba obligado a llevar literal y exclusivamente las opiniones o aspiraciones de estos a la Cámara. No era el representante de sus votantes locales y concretos, sino, ojo al dato, un representante de todo el pueblo o de toda la nación, destinado a velar por intereses globales, compartidos y colectivos, no locales o parciales. Desde finales del siglo XVIII ha sido así en prácticamente todos los textos constitucionales promulgados: los que en su día se preciaron de ser liberales y los que hoy abanderan la democracia.

Y, sin embargo, las culturas políticas ciudadanas han retorcido la filosofía y la norma hasta dejarlas hechas un verdadero guiñapo y, dando la razón a los teóricos del XIX que alertaban sobre la refeudalización que comportaban los partidos políticos, han hecho del diputado un ser sin opinión propia, encadenado a sus electores inmediatos y, sobre todo, sometido a la férrea disciplina de voto del partido. El moderno fenómeno de los "argumentarios" ha terminado de rizar el rizo. Y, en lugar de escandalizarnos que alguien hable o actúe de manera contraria a como piensa, nos sorprende que opine, vote o se pronuncie en contra de lo que marca su partido. No hay mayor fragmentación de la nación que esta -aunque haya quien piense que la mayor amenaza es el independentismo- y tampoco hay mayor traición a los fundamentos teóricos de la democracia, que son la libertad de opinión y de expresión, el respeto al pluralismo, la tolerancia y la búsqueda del bien común.

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