Homenaje a Luis Alberto del Castillo

Inmaculada Nieto

Ilustre vencejo cafre

Era el profesor perplejo ante la realidad cambiante, y al mismo tiempo, era el mejor ejemplo de las muchas realidades que conviven en el tiempo

Luis Alberto del Castillo e Inmaculada Nieto, en 2009, durante una visita al Archivo Municipal.

Luis Alberto del Castillo e Inmaculada Nieto, en 2009, durante una visita al Archivo Municipal. / E.S.

Conocí a Luis Alberto cuando rondábamos el final de la década de los 90. Una serie de impredecibles coincidencias me trajeron de vuelta a Algeciras tras mis años universitarios. Llegué tan contenta como desubicada, perdido el rastro de buena parte de las personas que poblaban mis recuerdos anteriores a mi marcha a Granada. Me afanaba en trabajar y agradar a quienes me habían contratado sin conocerme, pero me aburría solemnemente. Yo había cambiado mucho y Algeciras casi nada. La cosa no pintaba bien.

Una mañana cambió mi suerte. Mi añorado Antonio Marín, querido amigo de la familia y especialmente de mi padre, me invitó a pasarme por una tertulia en la que cada semana compartía la tarde del martes. Acepté sin saber que me volvería asidua a la cita, nunca le agradecí lo bastante aquella invitación. De golpe encontré refugio y estímulo en un pequeño grupo de personas con las que me situé en las coordenadas locales y universales. Me proporcionaron claves de la Algeciras que recordaba de pequeña, de la que había sido durante mi ausencia estudiantil y de la que compartíamos presente. Se hablaba de todo: política, literatura, amor, historia, música... En torno a aquella mesa se arremolinaban perfiles muy dispares, pero la finezza de sus miembros dejaba fluir las palabras por derroteros imprevisibles y siempre interesantes. Allí me presentó a Luis Alberto del Castillo, y tardé muy poco en comprender que estaba ante un hombre excepcional.

Luis Alberto era un conversador inabarcable. Un contador de historias y vivencias que sólo pueden transmitir con tal lujo de detalles las personas dotadas de una memoria tan extraordinaria como la suya. Era excesivo en la afirmación y en la duda, intenso en la reflexión y generoso en los adjetivos, el gesto y el aprecio. Aun cuando ya hubiéramos comentado en su ausencia el último episodio rocambolesco sucedido, esperábamos con divertida curiosidad su reacción ante el mismo. Ocupaba mucho espacio, y la sonora potencia de sus reacciones era un precioso regalo.

Nunca defraudaba. Decir que era un hombre bueno y culto es decir poco. Era el profesor perplejo ante la realidad cambiante, y al mismo tiempo, era el mejor ejemplo de las muchas realidades que conviven en el tiempo. Una unidad de medida en sí mismo. Tenía un conocimiento profundo y una particular visión de casi todo. Curioso e inquieto, había leído de todo y todo lo recordaba, aunque aparcara el objeto de la conversación para adentrarse en mil veredas accesorias y dispersas que se convertían en una conversación nueva e inesperada. Era un torrente profuso y constante de saber y bonhomía que justificaba de sobra la admiración y el respeto que atesoraba.

Tomás Herrera, Luis Alberto del Castillo e Inmaculada Nieto. Tomás Herrera, Luis Alberto del Castillo e Inmaculada Nieto.

Tomás Herrera, Luis Alberto del Castillo e Inmaculada Nieto. / E.S.

Meses después de nuestro primer encuentro, me contó algo que explicaba el generoso cariño que me llegaba de él casi desde la primera vez que nos vimos. Siendo muy niño contrajo unas anginas que a punto estuvieron de llevárselo a destiempo, como a tantos otros infantes de aquella época difícil. Mi abuelo Juan trajo a sus padres, de estraperlo, la penicilina que permitió que esquivara esa fatídica y prematura bala. Como otras muchas personas que me han honrado con su amistad en Algeciras, me subrogó en el cariño que su familia le tenía a la mía. 

Mario Ocaña, el profesor al que le debo mi querencia por la filosofía y la historia y que felizmente reencontré en la tertulia, nos propuso una tarde poner nombre a aquel espacio de palabras y risas: El Vencejo Cafre. Ya por entonces era habitual desde hacía décadas que parejas de este singular pajarito subsahariano, que sólo se posa para anidar, sobrevolaran el Campo de Gibraltar. Nuestro “fundamentalismo cangi” y nuestro nada disimulado apego norteafricano, abrieron paso sin resistencia alguna a la propuesta.

No recuerdo exactamente cuántos años estuvimos compartiendo la tarde de los martes; nuevas rutinas reemplazaron aquellas citas, aunque el tiempo nos alcanzó incluso para convocar certámenes de relatos eróticos entre los que leímos alguno estupendo de Luis. Mas de diez años después de nuestro primer encuentro, tuve la inmensa suerte de poder proponerle cronista oficial de la ciudad. Sé que le hizo muy feliz el nombramiento, más que merecido y unánimemente aplaudido. Yo lo disfruté tanto como él, y me permitió dar oficialidad a algo que Luis Alberto ya era en Algeciras de alguna forma indiscutida.

Supe por amigos comunes que no andaba bien de salud, pero su fallecimiento me ha causado una tristeza tan grande como si la noticia hubiera sido inesperada. Voy a recordar siempre su lucidez, su verbo enérgico y arquitectónico, su constante e incansable vuelo mental. El vencejo cafre más ilustre, del que aprendí tanto sin que él pretendiera enseñármelo, se ha posado al fin. Descansa, querido Luis. Gracias por todo.

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