Es necesario acercarse mucho para poder leer, grabado en la madera casi putrefacta por la humedad y el salitre, "Sendero de la Virgen", y una flecha señalando la costa en dirección contraria al Faro de Punta Carnero, hacia Punta Acebuche y, más allá, el camino que lleva por el sotobosque gaditano a la Playa del Tolmo. Y, verdaderamente, a pocos metros del cartel, hay una Virgen en piedra blanca mirando hacia el mar y el Estrecho. Una Virgen del Carmen, con el Niño en brazos, enredadas ambas figuras por las cuentas de un rosario y una concha de vieira, emblema religioso del Camino de Santiago. Sandro Botticelli también pintó a la diosa Venus emergiendo de una vieira, simbolizando el renacer del ser humano. Cuenta el mito que fue el roce de la espuma del mar lo que engendró a Venus y, aunque aquella historia se sitúa a orillas de Chipre, bien podría haber sucedido en aguas del Estrecho, donde tantas almas han naufragado a lo largo de los siglos.

Frente a la Virgen del Carmen de Punta Carnero se extiende la frontera líquida que separa ambos continentes y, más allá, donde la efigie tiene clavados los ojos, una de las dos columnas de Hércules, la silueta difuminada del Yebel Musa, también conocido como la montaña de La Mujer Muerta. A la izquierda, la ciudad de Ceuta, bañada por el sol de la tarde y rodeada por varios transbordadores, y a la derecha, las grúas del puerto de Tánger. La costa marroquí, en definitiva, frente a frente a la española, con sus faros, vírgenes y carteles desvencijados. Cuando uno ha contemplado durante horas este paisaje indómito, se ha estremecido con la ferocidad de las olas lamiendo la superfici o ha perdido la cuenta de las gaviotas que se han posado sobre los riscos, la idea de regresar a un espacio cerrado, de abandonar aquello, le aturde y angustia tanto como alejarse de un ser querido.

Albert Camus, nacido en Argelia, cerca de la frontera con Túnez, amaba este mismo mar, la vida y el sol. Se sentía mediterráneo, como las ruinas fenicias de Tipasa, situadas en la costa argelina, muy similares a las gaditanas de Bolonia. La vida en París le asfixiaba y su sueño era regresar a los orígenes, a su única patria, la de su infancia, pobre y solar. En 1953, escribió: "Fuera del sol, de los besos y perfumes salvajes, todo nos parece fútil […] Es el gran libertinaje de la naturaleza y el mar que me acapara por entero […] Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin medida".

Tres velas apagadas por culpa del viento custodian a la Virgen del Carmen. El cielo, hace poco encarnado, se va oscureciendo. Entonces comienza el misterio, los dioses de la noche -europeos, africanos, qué más da-, lo que está más allá del placer y nuestro control. Ante todo esto, el derecho a amar sin medida de Camus se convierte casi en un deber.

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