No fue hasta finales del siglo XVII cuando jóvenes aristócratas británicos, acompañados por un tutor, implantaron la costumbre de realizar un viaje a través de Europa (con Italia y Grecia como destinos clave) a modo de un complemento a su educación y en especial, en lo concerniente al arte clásico y renacentista. El viaje se conocía como Grand Tour y su duración oscilaba entre unos pocos meses y varios años, dependiendo del presupuesto del viajero.

Con la llegada de la revolución industrial en el XIX, el ejemplo de aquellos primeros turistas se extendió entre los ingleses acomodados que, de la mano del misionero y empresario Thomas Cook (creador de las agencias de viajes), empezaron a viajar por Europa sin otro motivo que disfrutar del ocio y el descanso. Sin embargo, no fue hasta mediados del siglo pasado que el fenómeno turístico se masificó. El desarrollo de la clase media y las mejoras de los medios de transporte redujeron significativamente el tiempo y los costos de los viajes propiciando así el comienzo del turismo de masas. Destinos remotos y hasta poco antes ignotos para la mayoría de la gente se pusieron, por mor de los paquetes turísticos, al alcance del ciudadano común y desde la Petra de los nabateos al Machu Picchu de los incas (en su día parajes impenetrables) están hoy tan transitados como la Trafalgar Square de Londres.

Solo es una cuestión de dinero, el poder tomarse una copa de champán en el mismo Polo sur al que no llegó Scott (porque se congeló en el camino) o hacerse una foto en la cima del Everest (tras guardar, eso sí, una larga cola de émulos de Sir Edmund Hillary en la ruta de acceso al techo del mundo). Lugares paradisiacos pierden todo su encanto devorados por hordas de turistas que, como si fuesen la marabunta, desvirtúan con su presencia los méritos que hacían apetecible el visitarlos. Florencia, Venecia o Dubrovnik obligan al viajero a un tour de force para fotografiarse junto al David de Miguel Ángel, poder asomarse al Puente de los Suspiros o pasear por las murallas de Desembarco del Rey, la capital de Poniente en Juego de Tronos.

En contraste con el fenómeno de la saturación turística, existen empresas que ofrecen “experiencias auténticas”, viajes que ponen al visitante en contacto directo con el riesgo y la aventura. Tal cosa es lo que debió de atraer a los turistas españoles que hace poco decidieron visitar Afganistán. Un país extremadamente pobre, en guerra permanente y anclado en la Edad Media. Allí la vida humana no tiene valor (y menos siendo mujer). Desde Alejandro Magno hasta los marines norteamericanos todos los invasores han sufrido a sus indómitos habitantes y, desde luego, nadie recomienda visitar un país tan peligroso sin ningún tipo de cobertura y con fundadas expectativas de ser secuestrados o asesinados. Aún no hemos aprendido que Indiana Jones solo sobrevive en el cine.

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