Resulta fácil señalar los libros icónicos de cada país del mundo (al menos en el ámbito occidental) y así existe un razonable consenso en nombrar, por ejemplo, a Los miserables, de Víctor Hugo, como el más representativo de Francia, a La divina comedia, de Dante Alighieri, como la más excelsa de las obras de la literatura italiana, Homero y su Ilíada personifican a Grecia, Rusia no puede entenderse sin Guerra y paz, de León Tolstoi, y la lucha por la igualdad de derechos inherente (al menos en tiempos pasados) a la sociedad norteamericana está reflejada en Matar a un ruiseñor, de Harper Lee. En España (aunque no mucha gente lo haya leído) el libro más emblemático es Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, y, en cierta manera, en don Alonso Quijano se reúnen los rasgos distintivos del carácter español: imaginativo, altruista y, generalmente, poco apegado a la realidad.

Sin embargo, uno tiende a creer que es más verosímil considerar al Lazarillo de Tormes como el texto que mejor refleja el talante de los españoles. Baste recordar el episodio en que el amo ciego del lazarillo le reprocha a éste que estuviese comiendo más que él de un racimo de uvas, ya que, aunque habían acordado comer las uvas de una en una, el ciego las había comido de dos en dos y el lazarillo no protestó, asumiendo el ciego que era porque el muchacho las cogía de tres en tres por lo que no decía nada. Aunque escrito en el siglo XVI, el pasaje es un ejemplo perfecto del funcionamiento de la España actual en el ámbito ético y moral, un país donde la corrupción es lo que hace funcionar el sistema y donde instituciones y gobernantes se desenvuelven con soltura entre el soborno, el fraude, la malversación, la prevaricación, el nepotismo y un sinfín más de trapicheos. En consecuencia, el ciudadano común hace también lo posible por engañar al Estado… hasta donde pueda y le dejen. Cobrar en negro, defraudar a Hacienda, escriturar viviendas por debajo de su valor, acceder ilícitamente a subvenciones y regalías… todo ello con el aplauso de sus convecinos que consideran estas conductas antes un mérito que un delito.

Si los gobiernos abusan de su poder y “se comen las uvas de dos en dos”, el ciudadano se las ingenia si no para comérselas si, al menos para “chupetearlas de tres en tres”. Es el pícaro y no el caballero andante el abanderado del pueblo español. El mismo Cervantes suscribió implícitamente esta tesis en Rinconete y Cortadillo donde en el patio de Monipodio y en pocas palabras retrató a la sociedad española pasada, presente y, probablemente, futura. “¿Es vuesa merced por ventura ladrón? Si -respondió él- para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados; que todavía estoy en el año de noviciado”. ¿En que país sino en el nuestro, puede haber ladrones que sirvan a Dios y a las buenas gentes?

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