Si es usted aficionado al teatro, recordará cómo en las tragedias griegas aparecen en escena, los protagonistas y el coro. Los primeros desgranan sus desdichas, las maldiciones de los puñeteros dioses y su sed de venganza, mientras que el coro aparece en momentos estelares, acentuando lo dicho o enfatizando el meollo del asunto. Una muestra de la herencia griega en nuestras costumbres, es la pervivencia del coro. Si va un domingo de carnaval a Cádiz y contempla las bateas alineadas en la calle Londres, cantando cada coro por su cuenta y gesticulando, aquello es pura Grecia. Si entra en un bar a desayunar y alguien comenta en voz alta las noticias de este su periódico, comprobará el fenómeno de la pronta irrupción del resto de parroquianos opinando a coro, de lo sucedido. Si un domingo por la mañana en el barrio de Harlem, en Nueva York, asiste a un oficio religioso, verá como a las palabras del pastor, responden espontáneamente los fieles con un amén o un aleluya, estimulantes.

El otro día estaba yo, esperando mi turno en la cola de la charcutería. Tenía cuatro señoras por delante que estaban comentando con las dos amables dependientas, temas triviales como la aparición del levante o la bondad de alguno de los productos. De pronto, una chica joven con un niño rubio en brazos, me pidió la vez. Al escuchar su voz, todas la reconocieron. Como conocían su tragedia, comenzó la rememoración de una separación matrimonial tumultuosa de cuyas circunstancias todas estaban al cabo de la calle. Pude ir reconstruyendo, por frases sueltas, lo sucedido; el abandono del hijo por parte de la madre, la concesión judicial de la custodia, a la familia del padre y detalles tan tristes como el que cada vez que pasaban por la puerta, el chaval balbuceaba que allí vivía su madre. Luego el asunto viró, al misterio que representa que esos niños cuando son adultos, quieran encontrar a sus padres. Mientras, el chaval se concentraba en una estantería repleta de bolsas de patatas fritas. De repente, el niño se giró y les juro que a su cortísima edad, ya tenía la mirada de las mil millas, aquella que traían los soldados que volvían de Vietnam. Nos parece que los niños son espectadores mudos y sordos, pero sufren sin poseer todavía, las defensas emocionales necesarias, para comprender las rupturas. Nada justifica que se les castigue, tan despiadadamente. En una canción de Simon & Garfunkel, un niño similar decía: "Bueno, este es mi camino. No sé hacia donde me lleva, pero este es mi camino".

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