Los bisabuelos fueron analfabetos o, en el mejor de los casos, lo que algunos especialistas llaman "analfabetos funcionales". Quizás eran gente de campo u obreros, nacidos en los comienzos de un siglo XX aún maltratado por la pobreza, la incultura y la desarticulación social. Con mucho esfuerzo intentaron que sus hijos e hijas fueran a la escuela pública, al menos unos años, los suficientes para que aprendiesen a leer y a escribir con cierta facilidad y para conocer los rudimentos de las matemáticas: ellos habían sufrido en sus carnes la inseguridad que da no entender ni una carta, ni un documento, ni un letrero; ellos habían vivido lo fácil que es que te engañen con el sueldo, con el precio y con el cambio cuando no se sabe ni sumar ni restar. Sus hijos -los abuelos y abuelas de los treintañeros de ahora- quizás terminaron abandonando la escuela, porque había que arrimar jornal a los salarios precarios o porque era más rentable dedicarse a coser, a limpiar o a atender la casa.

Algunos de esos abuelos, no obstante, cuando terminaban su jornada de trabajo, fueron a la escuela nocturna o a aquello que, en el franquismo, llamaban la "acelerada". Con eso pudieron mejorar su cualificación y su renta y, quizás, como Escarlata O'Hara, levantaron el puño lleno de tierra delante de un atardecer encarnado para jurar que sus hijos e hijas ya no volverían a pasar hambre… "de educación". Sin duda hubo que trabajar el doble, y ahorrar, y priorizar el gasto, y quedarse sin vacaciones, y aprovechar los uniformes. Y, cuando ni siquiera todo eso fue suficiente, hubo que pedir becas e hincar los codos para no perderlas. El esfuerzo doméstico, la educación gratuita y las becas hicieron posible, quizás, que esos niños y niñas pudieran estudiar y eludir el voraz mercado de trabajo de los "no cualificados". El bachillerato ya fue una sonora conquista, no digamos llegar a la Universidad: eso fue un milagro sobrenatural. En la siguiente generación, con una alta probabilidad, los biznietos son ya gente formada que puede aspirar, al menos, a un puesto de trabajo cualificado y bien retribuido. Ya sé: cosa distinta es que en nuestro país puedan alcanzarlo, pero peor sería, desde luego, haber perdido todas las opciones.

La educación es el mejor ascensor social, la más eficaz política de intervención en aras de la justicia y la igualdad. Por su propia naturaleza, sus rendimientos nunca son inmediatos, pero son rotundos, sostenibles y decisivos. Cuando en una familia una generación llega a alcanzar, por primera vez, la educación secundaria o, mejor, la educación superior, podemos congratularnos: una sociedad civilizada ha hecho bien una parte importantísima de su trabajo. No es una tarea acabada, indudablemente, pero están puestos a funcionar los engranajes del ascensor social que nos dignifica como personas. Por eso, financiar adecuadamente todos los niveles educativos -desde la guardería hasta la Universidad- es lo mejor que cualquier gobierno puede hacer por nuestro bienestar y nuestro futuro.

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