Dentro de pocos días (el 22 de junio) los políticos festejarán a su patrón, Santo Tomás Moro, pensador, teólogo, político y escritor inglés canonizado 400 años después de su muerte por Pio XI y nombrado santo patrono de los gobernantes y políticos por el Papa Juan Pablo II en el año 2000.

Moro era un hombre que disfrutaba de una privilegiada posición social y política en la Inglaterra del siglo XVI. Había tenido una exitosa carrera como jurista, su obra literaria era ampliamente reconocida, su habilidad diplomática merecía el respeto de todas las naciones europeas y, además de ser canciller del rey, gozaba de la amistad personal de Enrique VIII. Sin embargo, tan celebrado personaje no dudó en arruinar su inmejorable estatus y, posteriormente, incluso en perder su vida, por ser fiel a sus principios y mantener la coherencia entre su pensamiento y sus actos al expresar una objeción de conciencia frente a los deseos de su rey.

Enrique VIII, hombre tan propenso a cambiar de esposa como de traje, decidió librarse de la primera de ellas, Catalina de Aragón, para poder casarse con Ana Bolena (dama de honor de Catalina de la que el rey se encaprichó a primera vista). Para lograr su propósito el lujurioso rey apañó un par de leyes: el Acta de Sucesión y el Juramento de Supremacía, mediante las cuales obtenía la nulidad de su matrimonio y rechazaba la obediencia al Papa (Clemente VII), separando de hecho la Iglesia de Inglaterra de su “central” vaticana. Los lores, las universidades, los obispos y el Parlamento juraron el chanchullo urdido por el rey, pero Moro se negó a ello arguyendo que la lealtad a la corona era incompatible con su obediencia como católico a la Santa Sede: “Soy servidor del rey, pero antes lo soy de Dios”. Decidió, por tanto, ser fiel a su conciencia y sufrir las consecuencias legales de esa elección. Fue sometido a juicio y acusado de alta traición, permaneció encerrado durante un año en la Torre de Londres y fue decapitado por orden de su “amigo” el rey en 1535. Su cabeza fue hervida, clavada en un palo y exhibida en el puente de Londres hasta que fue recuperada por su hija Margarita para darle cristiana sepultura.

Curiosamente Ana Bolena fue decapitada por mandato del rey solo un año después, acusada de adulterio y, según parece, de haber comentado –sotto vocce– que: “la espada del rey no pasaba de ser una simple navaja”. Probablemente Tomás Moro quedaría espantado si viese actuar a quienes la Iglesia ha colocado bajo su protección: no pueden traicionar a sus principios porque no los tienen y antes que por Dios, la humanidad o la patria, por lo único que se movilizan es por su propio provecho. No son dignos de Santo Tomás, si acaso deberían estar bajo la advocación de Judas Tadeo, santo patrón –entre otros– de los rateros.

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