A Tom Wolfe, Truman Capote, Norman Mailer y Gay Talese se les atribuye una revolución en la concepción del periodismo. Todos encontraron en él la mejor oportunidad para nutrir y materializar sus aspiraciones literarias en un momento en el que el pueblo estadounidense estaba mudando de piel y en el que la Casa Blanca hacía ya tiempo que había doblegado al resto de sociedades occidentales para instaurar en sus mentes que los suyos eran el sistema y comportamiento que había de seguir cualquier persona que anhelase la prosperidad. Si por aquel entonces la Universidad de Harvard hubiese descubierto que andar a la pata coja mientras te metes un dedo en el culo disminuye en un 45% el riesgo de sufrir cáncer de próstata, las calles europeas estarían hoy plagadas de hombres andando como gilipollas.

Las facultades de España han comprado el discurso de que los estadounidenses fueron los que fecundaron el óvulo y concibieron el Nuevo Periodismo del siglo XX. Desplazan, en cambio, a quienes ya lo ejercían en este país mucho antes. Gay Talese apenas había sido destetado cuando Chaves Nogales publicó El maestro Juan Martínez que estaba allí y todavía no sabía hablar cuando el periodista sevillano parió A sangre y fuego.

Los padres de Capote aún no se habían conocido y Sofía Casanova ya transportaba a los lectores de ABC a la sublevación de los bolcheviques de Lenin a través de la fidelidad a la exactitud de los hechos y la literaturización del entorno y sus protagonistas. La madre de Tom Wolfe todavía cambiaba sus sábanas cada madrugada y Ramón J. Sender ya había escrito Imán y contribuido a la dimisión de Azaña con su primoroso relato de los sucesos de Casas Viejas. Y Norman Mailer tenía 11 años cuando Josep Pla, junto a José Díaz y Chaves, marcharon hacia Asturias para demostrar que permitirse licencias estilísticas no es incompatible con averiguar y contar que la insurrección alentada por el PSOE y Largo Caballero en 1934 suponía el preludio de la Guerra Civil.

No me malinterpreten, no pretendo con esto hacer un ejercicio demeritorio de los ilustres estadounidenses. Un reportaje sobre una limpiadora, escrito por Capote, y otro sobre un resfriado de Frank Sinatra, obra de Talese, fueron para mí absolutamente iniciáticos, pero a esa obsesión yankee de acaparamiento y arrogación se añade, en este caso, otro asunto: parece que la mayoría de facultades españolas de Periodismo todavía miran hacia nuestros años 20 y 30 del siglo pasado como aquellos que no deben ser nombrados. Y es precisamente en esas décadas cuando emergieron las figuras que hicieron de aquella época la más lúcida del oficio, por su compromiso con la sociedad y su riqueza estilística. Nunca fue más difícil decir la verdad que entonces, y, sin embargo, nunca se gastó más tinta para que hoy podamos acercarnos a ella.

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