Una escuela del mirar

En el tenis todo define a un jugador: el modo en que coloca las toallas o deja la botella en el suelo, sus gestos de victoria...

En Madrid están jugando dos tenistas sin bandera. Al lado de sus nombres no hay nada, como si no representaran a nadie más que a sí mismos. En un deporte en el que se está solo, ellos, Rublev y Medvedev, dos rusos que parecen parecerse sólo en que son rusos, están más solos aún.

Uno, Rublev, es volcánico. Su pelo lo va siguiendo de un lado a otro de la pista como la cola de un cometa. Su golpe es seco, como el de un resorte tensado algo más de lo necesario, y lo adereza siempre un grito, también seco, también algo más violento de lo necesario. El brazo rápido y la muñeca rápida, el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, como si la raqueta quemara, como si fueran a chamuscársele las pestañas con el impulso. Tiene el cuerpo blanquísimo y cara de poeta ruso del XIX. En sus ojos se adivina siempre la enfermedad o la locura, como si acabara de salir de un cuadro de Ilya Repin. Habita en él una frustración larvada, esperando un fallo para salir a borbotones, a gritos aún más pujantes y sostenidos. Lo he visto morder pelotas y morder el mango de la raqueta, darse raquetazos en la rodilla, gritarle a su entrenador o al cielo o a sí mismo en un ruso bilioso.

El otro, Medvedev, está lejos de todo (mide casi dos metros). Tiene cabeza de bombilla, el pelo siempre corto, una barbita nunca espesa, como de adolescente estirado, desproporcionado. Tiene los brazos enormes, las piernas larguísimas. Hasta la raqueta, casi siempre blanca, como la de Iga Swiatek, parece no acabársele nunca. En su revés a dos manos, encogiendo el cuello, abarca el aire entero de la pista. Sus movimientos son morosos y precisos. Es un Goliat flaquísimo. También en él habita la frustración, como en todos, pero en él rezuma, resbala sin ruido y deja un rictus de desprecio y de cinismo en su rostro. Parece un personaje de Fleur Jaeggy. No prepara sus saques, no se toma su tiempo, los ejecuta, no le importa nada ni nadie (mide casi dos metros). Me cae bien y no sé por qué me cae bien. Sonríe por contrato. Es el enemigo de toda grada. Lo abuchean, lo presionan, desean que su golpe se vaya un pelo fuera, que se estampe contra la red. Es el mejor tenista de su generación. Si no fuera por Nadal, por Djokovic y por Federer, tendría bastantes Grand Slams, pero sólo tiene uno.

En el tenis todo define a un jugador: el modo en que coloca las toallas o deja la botella en el suelo, su forma de buscar a su entrenador y de hablarle con los ojos, sus gestos de victoria o de desesperación, sus saludos al público, la colocación de los pies en los saques, el jugueteo nervioso con la raqueta en los restos. Y el tenis, por todo esto, como los cuadros o como los bosques, es una escuela del mirar.

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